Al descender del tren, Catriel y Víctor se encontraron en la estación del pequeño pero significativo pueblo de Uspallata. Este lugar, que llevaba el nombre del famoso paso montañoso que conectaba con Ushuaia, era un nudo crucial en la red de transporte de la región. A su alrededor, se alineaban camiones de carga robustos y resistentes, preparados para transportar mineral a través del sinuoso Paso, hacia el corazón de Ushuaia.
Sin perder tiempo, ambos procedieron a bajar cuidadosamente sus caballos del vagón establo del tren. Los animales, aunque acostumbrados a viajar, manifestaban una inquietud comprensible tras el largo trayecto en un espacio confinado. Con suaves palabras y movimientos tranquilizadores, Catriel y Víctor lograron calmar a los equinos, preparándolos para la siguiente etapa de su viaje.
Una vez en tierra firme, ajustaron las sillas y el equipaje, asegurándose de que todo estuviera en orden para el viaje que tenían por delante.
—Nos dirigimos a Nueva Extremadura —declaró Catriel, ajustando las riendas de su caballo—. Desde aquí deberían ser unas doce horas aproximadamente. Pararemos al atardecer en Katemu y luego seguiremos nuestro camino. Deberíamos llegar a mediodía de mañana.
Víctor lo miró y asintió, aunque en realidad nunca había estado en el sur, por lo que desconocía los lugares que Catriel mencionaba.
Katemu, uno de los pueblos pikunches más cercanos a la estación de Uspallata, era conocido por su tranquilidad, convirtiéndolo en un lugar ideal para descansar durante el viaje.
Tras un largo camino, finalmente llegaron a Katemu. La luz del atardecer bañaba el pequeño pueblo en tonos dorados y rojizos, creando un ambiente acogedor y sereno. Una humilde posada los esperaba, un refugio sencillo pero confortable para los viajeros.
Los lugareños, acostumbrados a recibir visitantes que transitaban hacia Nueva Extremadura, no mostraron mayor curiosidad por Catriel y Víctor. Esta indiferencia aseguraba que su estancia allí sería tranquila, un respiro bienvenido en su arduo viaje.
Una vez instalados, Catriel y Víctor aprovecharon para descansar. La posada, con sus paredes de madera y su ambiente hogareño, ofrecía el confort necesario para recuperar fuerzas. Afuera, la noche se asentaba sobre Katemu, cubriendo el pueblo con un manto de estrellas.
Retomaron el viaje al amanecer del día siguiente. Tras unas horas de camino, tal como había vaticinado Catriel, comenzaron a divisar los primeros vestigios de que Nueva Extremadura estaba cerca. Los asentamientos agrícolas con sus extensas plantaciones de hortalizas se extendían a lo largo del camino, indicando la cercanía de la gran ciudad.
A medida que avanzaban, las siluetas de los primeros puestos de vigilancia se hicieron visibles en la distancia. Grandes torres se erguían imponentes, donde soldados pikunches hacían guardia, vigilando atentamente los alrededores.
Cuando estuvieron lo suficientemente cerca, una voz firme resonó desde uno de los puestos:
—Por favor, alto ahí.
Catriel y Víctor detuvieron sus caballos. Un soldado se acercó a ellos, bajando de la torre con un porte decidido.
—¿Quiénes son y por qué van hacia Nueva Extremadura? —interrogó el soldado, escudriñándolos con la mirada.
—Nos dirigimos a la zona de Arauco, soy Catriel y él es Víctor —respondió Catriel con calma.
El soldado, notando las diferentes vestimentas de ambos, preguntó con suspicacia:
—Y, ¿por qué vienes con un muchacho de Ciudad Central?
—No puedo comentarte más, ¿tienes algún superior? —insistió Catriel, manteniendo la compostura.
—No necesito un superior. Se me ordenó que no dejara pasar a nadie sospechoso y eso haré —afirmó el soldado con firmeza.
—Con todo respeto, necesito pasar. Es de suma importancia hablar con un superior —repitió Catriel, intentando mantener la serenidad.
En ese instante, el soldado se giró al escuchar pasos acercándose. Una voz conocida llamó desde la distancia:
—¡Catriel!
—Peñi Kalkin... —dijo el soldado, inclinando su cabeza.
—¡Kalkin! —respondió Catriel con una expresión de alegría al reconocer a su conocido.
—No se preocupe, soldado. Estos hombres son de confianza; yo asumo la responsabilidad —declaró Kalkin con autoridad.
—Lo que usted diga, Peñi —contestó el soldado, inclinando su cabeza nuevamente en señal de respeto y aceptación de la autoridad de Kalkin sobre la situación.
Kalkin y Catriel se abrazaron efusivamente, una muestra de la profunda amistad que habían forjado desde la infancia. Ambos habían crecido juntos, estudiando en las más prestigiosas escuelas de Arauco. Eran descendientes de renombrados toquis: Kalkin de Leftraru y Catriel de Kalfukura. Estos linajes legendarios, aunque la estructura jerárquica mapuche tradicionalmente había sido horizontal, conferían un estatus social elevado en los tiempos actuales, un estatus que a veces despertaba envidia entre sus pares.
—Vengan, acompáñenme a mi despacho —invitó Kalkin.
Catriel y Victor siguieron a Kalkin hasta una cabaña que servía como despacho administrativo del puesto de vigilancia. Este lugar, bajo la responsabilidad de Kalkin, hijo de un Toqui y guerrero hábil, era el primer punto de contacto para quienes llegaban desde el norte hacia el valle de Nueva Extremadura. A pesar de su estatus elevado, era inusual que alguien como Kalkin estuviera a cargo de tal puesto.
Una vez en el despacho, Kalkin se sentó detrás de su escritorio y miró a sus invitados.
—Te estaba esperando, Catriel. ¿Este es el joven de Ciudad Central? —preguntó, dirigiéndose a Víctor con una mirada inquisitiva.
—Así es —respondió Catriel—. Los echamos de menos en el consejo. ¿Por qué tu ausencia?
—Han pasado cosas en Nueva Extremadura —explicó Kalkin—. Sabes que esta ciudad es especial. Mi padre me ha enviado aquí para ser el primero en encontrarlos.