Paseando por las calles de Juneau, bajo la lluvia constante del verano del sureste de Alaska, confundo con demasiada facilidad a los hispanos, filipinos e indios tlingit que regentan las tiendas de recuerdos. La única manera de asegurar que alguno de los dependientes es filipino es entrever, entre todos los artículos colgados de las paredes o incluso del techo de las saturadas tiendas, algún cartel que diga “filipino cooking inside”. Eso y el olor a frito que entonces emana de la pequeña cocina que estos establecimientos tienen instaladas en un rincón es un indicador inconfundible del origen asiático de sus propietarios.
Los filipinos, sin embargo, no llegaron a Juneau para vender recuerdos en las tiendas cercanas al puerto. De 1920 a 1950, cuando América buscaba mano de obra barata para trabajar en las fábricas de enlatado de salmón en un tiempo en el que la inmigración china y japonesa estaba restringida, la solución más elemental pasó por alquilar mano de obra filipina. Al fin y al cabo, las Filipinas habían sido territorio americano desde 1899 hasta 1935, y lo único que necesitaba un obrero filipino para ir a trabajar a una de las muchas plantas de enlatado de Alaska era un certificado de nacimiento y un billete del vapor que le llevara a través del Pacífico.
El trabajo que encontraron al llegar a América fue muy duro para estos filipinos que, a partir de su viaje, fueron conocidos como alaskeros. Tenían que trabajar muchas más horas de las que les habían prometido, cobrando menos de lo que les habían asegurado y durmiendo amontonados en dormitorios comunitarios. Pero tuvieron que organizarse en sindicatos y poco a poco consiguieron reclamar sus derechos como trabajadores y, aunque muchos de ellos aún trabajan en la industria pesquera, ahora lo hacen en condiciones mucho mejores.
Los filipinos no fueron los únicos que lo pasaron mal en Alaska. Los propios indios, los pobladores originales de aquellas tierras, tuvieron que ver cómo día tras día eran más marginados y discriminados. No fue hasta 1924 que los nativos pasaron a ser considerados ciudadanos de pleno derecho de Estados Unidos, pudiendo votar a sus representantes, pero la discriminación duró aún muchos años más. Tendría que llegar 1945 para que se pasara al Senado de Alaska un proyecto de ley en contra de la discriminación.
Pero no son únicamente los inmigrantes o los nativos quienes encuentran dura la vida en Alaska. Cuando vuelvo a la habitación del albergue, me encuentro a un chico de California que está haciendo la maleta, malhumorado y con aire cansado. Se marcha mañana por la mañana, después de estar dos meses trabajando en una planta procesadora de pescado al norte de Juneau. Su experiencia no es buena y se queja mientras me la explica:
—La compañía que contraté para encontrar trabajo no me lo explicó todo. Quería trabajar aquí en verano para ganarme algo de dinero y me dijeron que tan solo tendría que cortar pescado. Solo eso, dijeron. ¡Lo que no me dijeron es que lo haría durante dos meses seguidos sin parar! Me huele la ropa, la piel y hasta el pelo. Y por más que me duche voy continuamente dejando un rastro de olor a pescado podrido que no ligo ni con las pescaderas… Como cualquier cosa y lo único que me viene a la nariz es el olor a pescado de mis manos. ¡Mierda de peces! ¡Mierda de ciudad!
Mientras me meto en la cama y escucho renegar al chico en la otra punta de la habitación, no puedo dejar de pensar que el pescado no debe de ser el único culpable de tanta tirria. Seguro que la lluvia también tiene algo que ver.
Editado: 17.02.2022