Londres, 1666.
En una choza vieja y maltratada, de gruesos maderos. Enmohecidos y húmedos, gracias al rocío de la noche, se situaba entre las grandes raíces de un vetusto árbol. Una cabaña donde el sol jamás llegaba, siquiera rozaba las polvorientas ventanas de madera sellada. Las pocas criaturas que ahí habitaban no eran más que alimañas, alimento, compañeras de un ser peor que ellas. Sediento de sangre e inocente pensamiento, un animal que pagaba sus pecados y los de otros en aquel bosque.
La noche permanecía solemne ante el mundo, quien poco a poco, solía cambiar. Nadie en su sano juicio entraría a aquel lugar. ¿Quién sería tan valiente de visitar a tal sanguinaria bestia? solo un hombre, aquel que lo había ayudado por años, en cual se encontraban las esperanzas de mantenerlo vivo y deseoso de la sangre. ¿Porqué? sería la pregunta de quién supiera de su existencia.
Se trataba de un joven científico, de largos cabellos negros y piel morena, descendiente de aquellos llamados "gente del viento", y que en su mano derecha portaba una cruz celta sobre la piel. Llevaba un largo abrigo y una pañoleta amarrada entre sus enmarañados cabellos, inusual para la fría época y más, en esas cuatro paredes donde el frío calaba la piel humana, solo la humana.
No era un creyente, tampoco un ateo y menos un cazador que buscaba a la bestia como trofeo. Era un humano que lo acompañaba en el exilio de la humanidad. ¿Quién conservaría la cordura en esas condiciones? esa pregunta no tendría respuesta. No cambiaba lo que era, la cordura no ayudaba en su estado, quizá la suerte podía cambiar su destino, una fantasía que perdió hace siglos.
—Kenneth ¿Has vuelto a venir?
Su voz sonaba seca y seria. El erudito sonrió con alevosía mientras colocaba las manos en sus bolsillos.
—Vete, quiero estar sólo —murmuró con severidad desviando la mirada de su objetivo—. Me pudriré aquí. Nadie necesita tu misericordia.
—He olvidado cuántas veces has dicho lo mismo —contestó riendo, haciendo resonar su voz—. Recuerdo que era un niño cuando te escuchaba decir eso
Se acerco con cautela a tocar las ventanas, sentía el frío viento que cruzaba el bosque.
—¡Mientes! —Increpó desanimado.
—¿Lo hago? Recuerdo aquello como si fuera ayer. Fue cuando te conocí de los brazos de mi padre, sosegado pero impreciso, jamás pensé de ti como un chupa sangre.
—¿Debo agradecértelo?
—¡Por supuesto! —Resaltó con ánimos— Entiendo tu rechazo a la personas. p
Pero sin mí- Del bolsillo saco un pequeño frasco recubierto de un rojo carmesí-, no estarías vivo.
—Si a esto llamas vida —Fijó sus ojos ecuánimes en el frasco y suspiro-. Solo el aislamiento conlleva esperanzas
—Sigues mintiendo —Sonrió leve y miró la ventana, extrañamente los pájaros salían de sus nidos, huyendo del peligro.
La lejanía traía un brillo singular entre la noche. Entre la pequeña multitud se oían cánticos religiosos, iban en búsqueda de él, que si bien los observaba con desdén, le preocupaba su seguridad. Aquella noche estaba sediento.
Una densa neblina empezó a cubrir el bosque, densa y oscura. Los aldeanos fueron sin saber a qué se enfrentaban y mucho menos si ganarían.
Esa noche los gritos se ahogaron en la profundidad de los árboles. La bestia había saciado su sed, tiñendo de carmesí la niebla que rondaba entre los muertos
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Editado: 18.06.2018