Capítulo 1
Abandonar el lugar de nacimiento suele ser difícil para la mayoría, pero no lo fue para Eduardo, él, entusiasta y optimista como siempre, sabía que aquel acontecimiento cambiaría su vida para siempre.
Saldana parecía una ciudad tranquila, la gente era amigable y las casas lo suficientemente grandes. La familia de Eduardo había conseguido una casa en un barrio familiar, por lo que, al llegar, el chico pudo ver a otras personas de su edad.
Eduardo se despertó temprano el primer día de escuela, quería llegar antes del inicio de clases para conocer el lugar. No podía evitar tener algo de miedo, quizás hacer amigos fuese complicado, o tal vez las clases no serían divertidas. Intentó eliminar cualquier pensamiento negativo, realmente tenía confianza en que en esta escuela encontraría algo bueno, o que, al menos, conocería a personas que harían que estar ahí valga la pena.
…
Tras varios días yendo a la escuela, Eduardo empezaba a sentirse ligeramente decepcionado, no lograba encontrar su lugar, algo faltaba. Había resuelto antes que esperaría unas semanas para empezar a asistir al taller de música, pero dadas las circunstancias decidió que aquel jueves era el día perfecto para comenzar.
Había un pájaro con grandes alas azul oscuro, pintado junto a la puerta del salón; la relación con la música no parecía muy clara, pero tal vez aquello representaba la libertad, que era, evidentemente, una de las gracias más significantes que él podía sentir cuando estaba tocando.
Tras pasar unos minutos observando la pintura, Eduardo cruzó la puerta; visualizó rápidamente a las ocho personas que estaban ahí, uno de ellos era el profesor. Estaban dispuestos en un pequeño círculo formado por sillas de distinta estructura. La clase estaba en curso y se preguntó porque no escuchó ningún ruido antes de entrar.
El profesor le invitó a pasar y presentarse:
Algunos de los chicos se rieron tras escuchar esa respuesta, Eduardo no comprendía el porqué.
La clase continuó; la dinámica era simple: estaban haciendo prueba de voz uno a uno. Eduardo sabía que su turno era el último. Le alegraba enterarse de que algunos de sus compañeros no cantaban muy bien; eran desafinados o les temblaba la voz. Esos chicos se habían reído de él, pero podía demostrar que era mejor que la mayoría.
El micrófono pasaba de mano en mano, cada uno tenía su pequeña oportunidad, solo unas líneas de alguna canción popular. Llegó un momento en el que la mente del chico fue a otro lado; pensaba en los lirios que había sembrado su madre en el jardín, en cómo crecerían al igual que en su anterior hogar; y en cómo, entonces, podría sentarse junto a ellos y contemplar el cielo y las figuras que se paseaban por él en forma de nubes.
Y de repente lo escuchó; aquel canto dulce y enérgico lo hizo volver en sí. Frente a él, un muchacho de cabello rizado entonaba una canción que no lograba reconocer. Estaba de pie, era el único que se había levantado para cantar; giraba la cabeza mientras miraba a cada uno a los ojos.
Eduardo apenas procesaba la situación, cuando la mirada del chico se cruzó con la suya. Fueron solo unos segundos, pero creyó ver que le sonreía. No podía dejar de mirar, la voz llegaba como golpes suaves a sus oídos, la sincronía con los leves movimientos corporales era casi perfecta. Pensaba en los lirios, de seguro si pudieran cantar, entonces sonarían exactamente así. O no, de seguro así sonarían los lotos.
Terminada la presentación, el chico sonrió y retomó su lugar, algunos compañeros aplaudieron, una chica morena hizo un gesto de desagrado. El micrófono siguió rotando. Todos tuvieron su turno, excepto por una muchacha menuda que se negó a cantar.
Al finalizar la clase todos se dirigieron a la puerta, Eduardo se apresuró, y sin pensar mucho en ello, tomó del brazo al muchacho que había llamado su atención. Normalmente no hacía cosas impulsivamente, y al ver el gesto de desconcierto con el que le respondían, empezó a pensar que había sido un error.
Sin embargo, no había vuelta atrás y dijo lo único que se le ocurría en ese momento: