John
Febrero de 2006.
Conocí a Evelyn Samett en mí momento de mayor desesperación y podría apostar que ése era también su momento de mayor decadencia. Su padre, Theodore Samett, (y mí mejor amigo de la infancia) me contactó después de muchos años sin vernos, anunciándome que regresaría al pueblo que lo vio crecer. No me dio muchos detalles sobre el porqué de su regreso luego de tantos años viviendo en la ciudad, sólo me invitó a un café que solíamos frecuentar en nuestra adolescencia para reunirnos a charlar y ponernos al día.
Llegado el día, nos reunimos.
Theodore Samett estaba muy lejos de ser ése muchacho flacuchento que ví la última vez. Ahora, su cabello negro y su barba tenían canas, y se había convertido en un hombre robusto muy bien parecido. Me contó con un brillo en los ojos que se había casado con la mujer de sus sueños. Stella (su esposa), era dulce y muy educada, tenía dos hijas al momento de conocerlo, que él aceptó con sumo cariño.
Annie, que a la fecha tenía dieciocho años y Evelyn, de catorce. Él hablaba de las chicas con mucho amor, para él eran sus hijas, sin importar su sangre.
Pero las jóvenes tenían un problema: estaban muy trastornadas, especialmente la menor.
Evie (así la apodaba) tenía una personalidad «peculiar» (esa palabra usó Theodore), y siempre estaba metida en graves problemas. Creían que a las chicas les haría bien cambiar de aire y que si eran positivos, las cosas sólo podían mejorar.
Luego hablamos de algunas anécdotas de nuestro pasado. Nosotros habíamos crecido juntos y compartíamos muchos recuerdos.
Sentados con bebidas calientes, en el viejo Café de Marie que aún conservaba un aire ochentero, recordamos aquella vez en la que nos pusimos borrachos y chocamos el auto de su padre; la bolsa de aire le había pegado tan fuerte al activarse que se desmayó. Yo me desperté con un brazo roto y con los gritos de su madre que creyó que estábamos muertos. Su padre le dio la paliza de su vida intentando darle una lección, que no aprendió, porque a la semana chocó conduciendo una motocicleta.
Theodore se veía cansado, y unas arrugas alrededor de sus ojos lo delataban: nos habían pasado los años.
Guardé silencio un momento y comencé a observar la infraestructura de aquel lugar: el paso del tiempo era evidente. Cuando éramos unos jóvenes llenos de sueños y vitalidad, disfrutábamos reuniéndonos en esta cafetería. Ahora éramos dos hombres envejeciendo recordando el pasado.
Cuando la difunta Marie aún vivía todo se encontraba impecable. Lamentablemente, su heredero, su hijo mayor Robert no le tenía el mismo cariño a ése lugar como su madre. La pared tenía ahora manchas de humedad y el sillón de cuero color turquesa en el que me encontraba sentado estaba desgastado.
Invadido por una gran sensación de melancolía y tristeza, decidí que ya era momento de soltarlo.
— Mi esposa falleció hace muy poco —. Confesé, con un nudo en la garganta.
Elara, mi esposa, se había suicidado hace tan sólo tres meses luego de lidiar con una profunda depresión. Hablar de aquel tema siendo algo tan reciente hacía que sintiera el cuerpo flojo y se me revolviera el estómago. Podía sentir la acidez estomacal subir por mi esófago y llegar a mi garganta. Es normal sentirte de ésa manera cuando la mujer que elegiste para compartir la vida entera se va de este mundo. No pude mirar a Theo en todo lo que duró esa conversación.
Porque no la pude salvar, sólo verla morir lentamente.
— Estoy seguro de que hiciste todo lo que pudiste, Johnny —me dijo—. Lo lamento mucho, estoy aquí para lo que necesites.
Hablamos de lo vacía que ahora estaba la casa, que a veces creía oírla hablando en el segundo piso, pero que sabía que era mi mente que lo hacía para intentar sopesar su ausencia y de la gran sensación de soledad que me invadía.
A mis ojos todos los días eran más sombríos, hasta aquella tarde soleada de un invierno que estaba retirándose para darle paso a una primavera cercana.
— ¿Sabes qué, Johnny? Te invito a almorzar este fin de semana — pronunció con una sonrisa compasiva en el rostro.
Él creía que distraerme podría ayudar a mi salud mental, y tenía razón, necesitaba despejarme; pasar el día con la familia de Theodore podría ser entretenido.
El día en que la conocí fue todo muy desorganizado. Llegué antes porque me sentía muy ansioso. Me replanteé varias veces si ir o quedarme acostado escuchando la radio, la tristeza me instaba a pasar la tarde encerrado, pero a fin de cuentas me decidí a alistarme.
Una hora antes de lo programado ya estaba listo y sin nada más para hacer que esperar. Salí de mi casa treinta minutos antes a pesar de que el nuevo hogar de mi amigo quedaba a unos quince. Pensé:
«Bueno, tal vez haga tiempo si voy a paso lento»
Pero llegué antes.
Una mujer rubia platinada me abrió la puerta y parecía bastante agitada.
—Usted debe ser John. —Sonrió cálidamente y me saludó dándome la mano. Tenía las uñas pintadas de rojo— Yo soy Stella, la esposa de Theodore, encantada de conocerlo.
— Con que usted es la mujer de la que tan bien me ha hablado mi amigo — respondí besando el dorso de su mano—. El placer es mío, soy John Lambert.
— Ah, ¿con que así fue? —ella rio, encantada— Venga, pase, por favor. —Indicó la mujer y yo ingresé a su hogar susurrando un «permiso» al pasar— Sígame, por aquí—ordenó—. Tendrá que disculpar el desorden pero es que recién nos estamos instalando.
Colgué mi abrigo en la entrada, en un perchero de madera negra de pie recto, como eran tan populares en esos días, y la seguí por el pasillo que se encontraba aún, carente de muebles.
Al momento de conocer a Stella Samett me quedé sorprendido. Sí, era todo lo que mi amigo había dicho, bella, refinada, y agradable... Pero a simple vista aparentaba tener al menos diez años menos que nosotros.