Scott Romero
Junio de 2007.
Definitivamente no era un hombre del cual su hija estaría orgullosa, de hecho, iba a en contra de todos los ideales de Juliet.
Con un cigarrillo en la mano y una taza de café al lado, atendía la llamada de Theodore Samett. El tabaquismo era algo que creí había superado pero que había resurgido el día en que ella desapareció. Cuando la encontramos sin vida en aquella bolsa de basura, cuando ví a mí pequeña descartada como si no fuese nada (siendo que era lo más maravilloso de este mundo) y en pedazos, comprendí rápidamente que ya no existía nada que me alentara a ser mejor. Excepto tal vez, Dylan, que nació dos años después.
—Tiene que esperar pasadas las cuarenta y ocho horas para reportar la desaparición—. Dije.
El hombre al otro lado se notaba desesperado, casi tanto como yo en aquellos días de incertidumbre. Preparas la mesa, compras su mermelada favorita y la esperas con un café, pero ella nunca llega a la casa.
—Porque tal vez está con su novio, y luego la buscamos para nada—. le contesté, aunque no lo consideraba probable. Dudaba que alguien en este mundo fuese capaz de amar a alguien como a Evelyn Samett.
«Espero que nunca le suceda algo así, oficial.»
Me dijo una vez una madre, llena de rabia. Pero resulta que ya lo había experimentado y eso no cambiaba mi manera de ver las cosas.
Juliet me decía que era un misógino, palabra de la cual desconocía su significado y que tuve que buscar en el diccionario. Tal vez tenía razón, pero ella era la única excepción en ése pueblo durante décadas. Las demás chicas habían escapado de sus casas y regresaban en una semana. Preocupando a sus padres y haciéndonos gastar dinero en su búsqueda.
—Bueno, está bien, traiga una foto de su hija a la estación de policía y veremos qué podemos hacer. —Theodore Samett no parecía muy conforme, pero no le quedó otra opción que aceptar.
Era sábado por la mañana, Evelyn había huido (probablemente), el viernes por la tarde. Suponía que no había soportado la presión que todo el mundo estaba ejerciendo sobre ella, y que tenía merecido. Es normal que la gente te juzgue cuando golpeas a un niño hasta dejarlo en estado vegetativo. Cuando pienso que ése podría haber sido el destino de Dylan, se me eriza la piel. La hiena lo había golpeado también, pero no con la misma intensidad; se encontraba cansada luego de aplastarle la cabeza al otro chico con una roca.
Me tocó hablar con ella al respecto luego de que los padres de la víctima asentaran la denuncia, pero fue muy complicado, ya que no podía parar de llorar mientras su padre se compadecía de ella.
«Guárdate esas lágrimas de cocodrilo—pensé— déjalas para los padres que tienen a su hijo en el hospital. Tú no tienes derecho.»
En ese momento, aún no sabía que Dylan había estado implicado en el asunto, me lo confesó tiempo después cuando estaba muy enfadado.
—Métela presa. —Me había dicho. Sus ojos destilaban rabia. Fue el día en el que mencionaron la muerte cerebral de su amigo.
Aunque me extrañó que tardara tanto en mencionarlo. ¿Tal vez se compadecía un poco de ella? Dylan era un buen chico.
Yo en ese momento estaba furioso y tuve que esforzarme por no cometer una locura. Pero pude calmarme. Decidimos guardar el secreto para que no me separen del caso, queríamos asegurarnos de que sus actos tendrían consecuencias, que sería castigada.
La tarde en que fue anunciada la muerte cerebral del muchacho, los vecinos enloquecieron, convirtiéndose en una turba iracunda que se dirigía a la casa de los Samett. Turba que estuvimos que disuadir. Aunque nos dimos nuestro tiempo para llegar con las patrullas, permitiéndole a la gente descargarse rompiendo algunas cosas.
Ahora, días después, Evelyn estaba desaparecida. Y dudaba demasiado que alguien quisiera colaborar en su búsqueda.
Probablemente no sería necesario, la chica regresaría cuando tenga hambre. No era más que un berrinche.
Aunque, honestamente, pensaba que era mejor que una muchacha como esa no apareciera, pero no podía admitirlo en voz alta. No era lo aconsejable.
Una persona como ella estaba a un paso de convertirse en una asesina serial. Y el mundo no necesitaba otra escoria como esa, aunque tampoco le deseaba la muerte directamente.
Mi café ahora estaba tibio. ¿Cuánto había durado la llamada? Según yo sólo unos minutos. Mientras pensaba en que tal vez no había calentado el agua lo suficiente, un recuerdo retornó: aquella taza se veía idéntica a la que se enfrió esperando la llegada de mi Juliet.
Dejé el cigarrillo en el cenicero y me levanté a calentar la bebida una vez más como hice aquél día.
(...)
John.
Marzo de 2006.
Mí estadía en esta casa se había prolongado más de lo que esperaba.
Luego de un patético intento de suicidio, Theo, muy preocupado, había insistido en que pasara unos días en su casa.
—Hasta que te sientas mejor. — dijo.
Pero yo no sabía cuándo sería eso. ¿Días?, ¿semanas?, ¿meses?, ¿años?, ¿o tal vez nunca?
Muy pronto se cumpliría un mes en la casa de los Samett.
Tenía atención constante y eso me incomodaba. Cuando no estaba mi amigo acompañándome, tenía a Stella asfixiándome con su sobreprotección.
«¿El agua sale caliente Johnny?», «¿Necesitas ayuda con eso, John?», «Oh, tu taza está muy caliente y no puedes beber. Te cambiaré el café de recipiente».
Que sí, podía resultar agradable en un principio, pero luego de un tiempo se volvía molesto. Tenía cuarenta y tres años, no necesitaba ser tratado como un niño pequeño.
Ya me lo imaginaba a Theodore teniendo una conversación seria con su esposa sobre por qué no debía dejarme solo. Tal vez en esa misma sala en la que me encontraba desayunando esa mañana. Podía imaginarlos parados, uno frente al otro, con la luz natural del sol de mañana que atravesaba las cortinas color bordo.