John
Mayo de 2006.
—Cántame, John—. me susurró dulcemente. Había dejado de temblar.
Con una mano sostenía la suya y con la otra acariciaba su cabello. Sus ojos estaban cerrados pero no parecía estar en paz, inconscientemente aún se sentía en peligro.
—¿Qué quieres que te cante?—le pregunté con el mismo tono de voz. Temía que hablar un poco más fuerte de lo correcto la devolviera a su estado inicial en donde no paraba de llorar.
—No sé, ¿qué te gusta?
Su respiración se estaba normalizando.
—A mí esposa le encantaba Elvis—contesté—y a mí también.
Estábamos acostados en su cama, demasiado pequeña para dos personas. Sus cortinas a cuadros color fresa estaban echas a un lado y la luz del sol se filtraba dándole de lleno en el rostro. Su cabello se veía menos oscuro y noté por primera vez lo largas que eran sus pestañas.
Abrió los ojos por un momento y me dirigió una mirada, aún había mucho miedo en ella.
—Una de Elvis entonces—concluyó antes de volver a cerrarlos y agregó:—Cántame tu favorita.
—¿Conoces la que se llama «Can't Help Falling in Love»?—le pregunté.
Aquella canción era la favorita de Elara, no tanto por su ritmo sino por su letra romántica, como le gustaban a ella. Era amante de las historias de amor. No importaba cuántas veces repitieran «Diario de una pasión» o «La boda de mi mejor amigo» en la televisión, ella las veía. Yo le decía:
«¿Otra vez esa película?»
y mi esposa respondía rápidamente en forma de broma: «Es que quiero ver si esta vez cambia el final»
Entonces nos reíamos.
A mí me gustaba fingir que sus películas me fastidiaban, pero allí estaba siempre que podía, sentado a su lado en el sofá viendo aquellos film una y otra vez. Incluso llegué a tener mi favorita entre todas ellas: «El eterno resplandor de una mente sin recuerdos»
—No—contestó—, ¿debería? Sólo conozco la del rock de la cárcel.
Quería cantarle específicamente Can't Help Falling in Love porque era una canción de ritmo lento y tranquilo, nada que pudiera alterarla y ponerla en el estado de pánico del que me costó sacarla. Aquella mañana había sido terrible para Evelyn, y para nuestra mala suerte, sus padres no estaban.
Los viernes daba clase muy temprano por la mañana y luego de conversar con unos colegas durante el recreo, iba a visitar a mis suegros que vivían en la capital. Los padres de mi esposa eran ya muy mayores por lo que iba a verlos al menos dos veces en la semana para revisar que no tuvieran ninguna necesidad. Si no me hubiese tocado cubrir a un profesor del turno tarde ése día, ahora mismo estaría tomando un té y unas galletitas hechas por Marie mientras escuchaba un discurso de George sobre cómo está generación perdió todos los valores importantes. Quién sabe cómo pudo haber terminado todo en la escuela.
Theodore y Stella habían decidido irse unos días de viaje para celebrar su aniversario de bodas, que sólo sería un fin de semana largo, pues tenían obligaciones que les impedían quedarse más noches. Las chicas habían quedado a mi cuidado, aunque Anna ya era prácticamente una adulta. Ella cumplió diecinueve años esa misma semana. Como era de esperarse no fue un gran festejo, sólo invitó a unas pocas amigas a merendar y comer pastel.
Pero Evelyn tenía catorce, era una niña todavía, que debía ser cuidada.
Annie no estaba en casa cuando Evie tuvo su ataque de nervios, aunque no había avisado que tuviera algún plan para esa tarde. Así que no tenía a nadie que me dijera cómo calmarla. Sólo estábamos nosotros dos. Tuve la intención de comunicarme con sus padres para pedirles un consejo, pero ella estaba tan vulnerable que no quería que la dejara sola en ningún momento. Era lógico que tuviera ésa reacción después de lo que sucedió en el colegio.
Estaba leyendo «El almohadón de plumas» para los chicos de primer año cuando los gritos interrumpieron mi clase. Una fémina se escuchaba furiosa y no era muy difícil de reconocer a quién pertenecía esa voz. La directora Makiniss clamaba por orden en su preciada institución.
«¡Es inaceptable!— gritaba— ¿Pero qué clase de comportamiento es este? ¡No quiero delincuentes en mi escuela! ¡No aquí!»
De un momento a otro, el saber qué era lo que encontró la criada mientras tendía la cama de la difunta se convirtió en lo más insignificante para mis alumnos (a pesar de que minutos antes no querían ni masticar para que el ruido de sus mandíbulas no les impidiera oír cada palabra del cuento) y dirigieron su atención directo a lo que acontecía en el corredor. El salón en donde nos encontrábamos era llamado cariñosamente «la pecera» pues era un aula ubicada en el centro de la escuela; con ventanas ubicadas tanto del lado derecho como el izquierdo, por lo cual, siempre había forma de curiosear qué estaba ocurriendo en los pasillos. Entonces, en ése momento, no entraban en sí del gozo que les daba poder satisfacer su curiosidad.
Seguí sus miradas.
Una muchacha seguía a la directora a su despacho, acompañada de la profesora Marta McDaniels.
Su cabello color miel era un desastre, incluso demasiado para una persona que salía de una clase de Educación Física. Sus manos manchadas de sangre fueron algo que nadie pasó por alto, pero hubo un detalle que nadie pareció notar porque el carmesí del que estaba impregnada destacaba más que cualquier cosa: el miedo en su mirada.
La pared retumbó cuando la puerta de metal verde y oxidado se cerró de un portazo.
Aquella chica implicada era muy conocida en la escuela, según parecía. Aunque nunca estuvo en ninguno de mis cursos.
Mis alumnos comenzaron a comentar al unísono:
«¿Qué hizo ahora?»
«Esa chica siempre está metida en problemas»
«Parece que Grace se excedió esta vez»
Grace era una chica de tercer año que estaba en el turno de la mañana, justo como Evelyn. Una de las niñas la denominó como una «Regina George con pocos patitos en fila» (más tarde me explicarían que Regina George era la chica popular y malvada de una película juvenil llamada «Means Girls».) Y que los comentarios con respecto a que «le faltaba un tornillo» se debían a las personas que tuvieron una muy mala experiencia con su temperamento.