Scott Romero
Junio de 2007
Sólo faltaban cinco días para el cumpleaños número dieciséis de Evelyn y todavía no tenía ni idea de hacia donde dirigir la investigación. Cosas que suceden cuando en tu vida le dedicaste un mínimo de esfuerzo a tu trabajo y siempre tomaste los caminos más fáciles. No puedo decir que siempre fue así, cuando empecé con todo esto realmente me entusiasmaba, tenía dieciocho años y estaba finalizando la preparatoria con Amy embarazada de Julie. Miraba hacia el futuro y creía verlo brillar de lo prometedor que se veía. Seguiría los pasos de mi padre volviéndome policía (sin cuestionarme si a eso aspiraba en realidad o si sólo quería complacerlo), pasaría el resto de mis días con la mujer que amaba y criaríamos juntos a nuestra hija.
Pero al parecer, Dios tenía otros planes para mí.
Hace unos años, escuché en la fila del banco a dos mujeres conversando al respecto de un niño que había nacido con una joroba. La morena, con ropa de oficinista, hizo un comentario desafortunado que se sintió como una apuñalada en el pecho:
«Muchas veces los hijos son los que pagan por los pecados de sus padres»
¿Qué pecado tan grande había cometido como para que me cobraran la vida de mi hija?
Y aunque su compañera se apresuró a decir que, en algunos países la joroba se consideraba una señal de bendición porque significaba que el bebé vivió con los ángeles antes de llegar (y lo que tenía en la espalda era un remanente de las alas) yo me quedé con el primer comentario.
Amy llegó muy temprano esa mañana. Como era de esperarse, no podía quedarse quieta y esperar a que yo lo resuelva todo, claro que no. Ella era la clase de mujer que no podía delegar tareas porque se exasperaba al ver que no la estabas haciendo de la manera en que consideraba correcta.
«Déjalo, yo lo hago» era su frase preferida.
Tocó mi puerta a las seis de la madrugada para indagar sobre qué había conseguido averiguar, que por cierto, era bastante. El día de ayer fue muy fructífero, ahora sólo necesitaba empezar a encajar las piezas del rompe cabezas y para mi buena suerte, mi ex-esposa era la mejor compañía para lograrlo.
En el pasado, (y antes de que sucediera lo que ocurrió con Juliet) Amy disfrutaba tanto de leer como de escribir novelas policiales. A mí no me gustaba —ni me agrada aún—la lectura, de hecho soy un hombre al que difícilmente lo verás con un libro en manos; pero las vueltas de tuerca que ella daba y sus tramas tan atractivas conseguían que, una lectura que al principio comenzó como obligatoria (para darle una opinión) se convirtiera en una por placer. Si había algo que pudiera ver, ella seguramente lo notaría al instante.
Me pregunto si aún continúa escribiendo y si lo hace, a qué género se ha volcado si no es que es el mismo.
—Ya, suéltalo—inquirió, sentándose en el sofá color beige con un vaso térmico en las manos—. ¿Qué descubriste?
—No vuelvas a venir a las seis de la mañana, por tu culpa he dormido sólo tres horas—le reclamé, sintiendo los ojos pesados. Aún faltaban dos horas más para que sonara mi alarma para ir a trabajar.
—Imaginé que algo así sucedería, así que... —Destapó aquél vaso de color rojo metálico— le traje café, puro, oficial. —Me guiñó un ojo y yo procedí a tomar el recipiente que me ofrecía—¿Te desvelaste por la investigación?
—Sí— respondí, dándole un trago. Preferí quedarme parado. Necesitaba mantenerme alejado de las superficies cómodas si no quería volver a recaer en los brazos de Morfeo. Tal vez una ducha con agua fría ayudaría si la bebida no cumplía con el efecto esperado—. Me quedé hasta las tres de la mañana tratando de organizar todas las pistas que tenía, mis ideas y posibles móviles.
—¿Y qué tienes hasta ahora?—interrogó—. Yo hablé con una de las amigas de Julie, Tina Austin, ¿la recuerdas?
—¿La rubia?
La idea sobre Tina Austin en mi cabeza era difusa. Sabía que fue amiga de mi hija durante muchos años, tal vez hasta su amistad comenzó en la primaria, pero Juliet estaba siempre acompañada de dos muchachas y me resultaba difícil recordar cuál era cuál.
—No, la pelirroja—contestó—. Se sorprendió mucho al verme, parecía que había visto un fantasma. —Rió— Supongo que represento una parte de su vida que no quiere recordar.
—Te marchaste tan solo unos meses después de su fallecimiento—le dije, tratando de no demostrar resentimiento en mi voz—, te fuiste con ella. Puede que verte le haya hecho revivir lo sucedido, quince años después. Además, siempre te asegurabas de visitarla cuando no había nadie en su tumba en el cementerio...
—Le pregunté si sabía de dónde sacó Juliet el collar con la piedra de Ámbar—desvió la conversación hacia otra dirección—. Dice que no lo recuerda, que tal vez ella nunca se lo dijo. ¿Tú ya investigaste de dónde sacó Evelyn ése maldito colgante?
—Bueno... no aún. Pero descubrí muchas cosas interesantes— agregué, rindiéndome y tomando asiento a su lado—, existe la posibilidad de que no estemos equivocando, cariño. Puede que Evelyn sí haya escapado de casa.
Las líneas de expresión presentes en su frente se marcaron de forma tan exagerada cuando ella frunció el ceño, que si su madre la hubiese visto diría que debería relajar su expresión si no quería que las arrugas le llegaran antes de lo previsto.
—¿De qué estás hablando?
—Ayer hablé con Theodore Samett, el papá de Evelyn, —Ella me observaba, expectante, atenta a cada palabra—existe la posibilidad de que huyera de casa con su novia.
—¿Huir?— La desilusión se hizo presente en su rostro al considerar el hecho de que, encontrar al asesino de nuestra hija, no fuera más que una ilusión. Y aunque intentó disimularlo, porque que Evelyn se fugara significaba que podía estar a salvo y no en las manos de un asesino, no pudo ocultar de manera exitosa su verdadero sentir— ¿Novia?
—Sí, la chica es lesbiana y tal parece que su familia no lo aceptaba. Tenía algo con la hija de Rosie Wanninkhopf, ¿te acuerdas de ella?