Todo lo que quiero decirte

Capítulo uno

—Perdón —murmuré a sabiendas de que el hombre que había pitado desde su coche porque había pasado en rojo no podía oírme.

Sujeté como pude los libros y cuadernos con un brazo y con la otra mano mi café Macchiato Doppio especial de cada mañana. Llegué corriendo a la facultad y subí las escaleras apresuradamente. Miré mi reloj, las nueve y cinco, me maldije internamente. Llegaba tarde, otra vez. Odiaba llegar tarde, odiaba entrar y que todos se me quedaran viendo, tantos pares de ojos sobre mí. No lo soportaba.

Y si no podía ser peor, tropecé y me golpeé con el marco de la puerta en el hombro. Toda la clase se giró hacia mí y sentí cómo mi rostro tomó un color rojo intenso. Vi a mis amigas saludarme con la mano y a paso lento me acerqué a ellas mientras el profesor reanudaba la lección. Me senté a su lado susurrando un "buenos días" y dejé mi bolso y mi chaqueta en la silla de al lado, tomando asiento junto a mi amiga.

Ellas me miraron de reojo sin pronunciar palabra y me limité a tomar nota y escuchar al profesor explicar la variación de los genes en los individuos durante las siguientes dos horas.

—Tiene que ponerse las pilas, señorita Ponce de León, se está quedando atrás —señaló la profesora. Me hundí en mi sitio, escurriéndome disimuladamente y mordiendo el bolígrafo. Sentía todas las miradas de mis compañeros sobre mí—. Mañana venga a mi despacho después de clase, le señalaré varias indicaciones. 

Asentí, sintiendo cómo la garganta se me secaba y las lágrimas picaban en mis ojos. Me aguanté. El timbre sonó y recogí mis cosas torpemente, mi amiga me golpeó en el brazo para que la dejara pasar. Me hice a un lado.

—¿Vienes a la cafetería? —preguntó Ana mostrándome una sonrisa compasiva. Negué con la cabeza, tenía muchas cosas que hacer.

Me despedí de ellas y rehice mi camino hacia mi casa. El día estaba nublado y olía a lluvia, una brisa fresca acarició mi nuca y, tiritando, abracé mi cuello con la última bufanda que me había comprado mi madre. Metiendo las manos en los bolsillos, me concentré en la letra de "Heartbeat" y empecé a tatarearla, bajando la vista a mis pies. Fui esquivando a la gente en modo automático, como si hubiera nacido para ello.

Un pitido y unos gritos me hicieron levantar la cabeza y me encontré con una escena digna de película: un chico sonriente sacándole el dedo a un hombre que salía de un coche echando humo por las orejas y soltando una batería de insultos que resucitarían a mi abuela si los escuchara. Negué con la cabeza, había gente extremadamente maleducada. Por suerte, no me solía cruzar con personas así en mi día a día. O eso creía. El chico del monopatín se encaminó hacia la misma dirección que seguía yo y, por un momento, me autoconvencí de que no podía tener tan mala suerte para llegar a compartir edificio con ese chiflado. Me equivocaba, entró en mi portal. Me contuve por no imitar al hombre de aquel coche y soltar insulto tras otro, hacia él, hacia aquella profesora, hacia mis amigas, hacia mí y hacia mi vida. Porque yo era un desastre y mi vida era un desastre. Todo era un desastre.

—Buenos días —saludé a Marcos, el portero, a pesar de que todo era un desastre. Aquel chico estaba parado delante del ascensor y al escuchar mi voz giró la cabeza hacia nosotros. Aparté la mirada.

—Buenos días, señorita, ha llegado correspondencia para usted —contestó tan formal como siempre.

Arrugué la nariz. ¿Más cartas? Seguro que sería propaganda de las nuevas tiendas a las que me habría suscrito mi madre. Me acerqué a los buzones con las etiquetas de los diferentes propietarios y no pude esconder a tiempo mi vena curiosa que me llevó a ojear todas las pegatinas en busca del nombre que no perteneciera a las personas que conocía.

—¡Joder! —exclamó aquel desconocido, interrumpiendo mi cometido. Boté un poco en mi sitio y lo miré de soslayo avergonzada de que pudiera haberlo notado—. ¡Este ascensor tarda mil años!

—Me temo que está roto, señorito —la voz de Marcos se abrió paso entre sus gritos. Sonreí al escuchar cómo lo había llamado y saqué la llave del buzón para abrirlo, metiendo algunas cartas en mi bolso y fingiendo leer otras mientras escuchaba su conversación.

—¿En serio? —se quejó dando una patada en el suelo como si de un niño pequeño se tratara—. Podríais haber puesto un cartel.

—Lo tendré en cuenta para la próxima vez —respondió Marcos, levantándose de la silla y acercándose a él—. ¿Seguro que tiene claro dónde está su puerta?

Continuaba mi misión de incógnito cuando una mano se apoyó en mi espalda baja y un aroma a colonia masculina me engullía. Fruncí el ceño un poco aturdida a la vez que levantaba la mirada. El chico del monopatín, o del ascensor, como queráis llamarlo, él se encontraba de pie a mi lado. Con su mano en mi espalda. Repito. Su mano estaba en mi espalda. Mi boca se secó y noté como el órgano que se encargaba de que todavía siguiera con vida latía con fuerza contra mi pecho. Aproveché aquel momento, que se sintió como horas (largas, muy largas), para inspeccionarlo. Era alto, extremadamente alto, y tenía la piel tan morena que me picó la nariz de envidia.

—No se preocupe, si me pierdo ella me ayudará —respondió el chico, sonriéndome de forma amigable. Miré a Marcos en busca de ayuda, pero él tampoco sabía muy bien qué hacer.

—¿Que yo qué? —titubeé y me maldije mil veces en mi mente por sonar y parecer tan idiota. Pero no podía cambiarlo, era un don. 

Una de las cartas se escurrió entre mis dedos y cayó al suelo en cámara lenta. O así lo presencié yo. El chico se agachó antes que yo y la recogió, devolviéndomela y rozando mi mano. Una chispa de electricidad recorrió mi brazo hasta mi hombro, y de allí se trasladó a todo mi cuerpo, notando como un escalofrío tomaba posesión de mí como una segunda piel. Marcos abrió la boca para sacarme de aquella situación, pero él se adelantó.

—No te importa, ¿no? —me miró directamente a los ojos. ¿Cómo podía ver debajo de aquella mata de pelo rizado? Me mordí la lengua para evitar preguntárselo. Me removí en mi sitio, sintiendo que el suelo debajo de mis pies desaparecía.




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