Días atrás.
—No, abuela, deja de insistir. No me quiero casar y punto. Soy feliz tal y como estoy —dije, molesto, mientras cruzaba los brazos con un gesto que dejaba clara mi exasperación.
—Tienes responsabilidades, Lucas, y eso va por encima de todo —respondía ella con un tono firme que conocía demasiado bien. Sus ojos, esos ojos grises que parecían atravesar hasta el alma, me miraban como si quisiera moldear mi futuro con pura voluntad.
—Ja, tú no eres nadie para decirme qué hacer —repliqué, retándola, aunque una parte de mí sabía que cruzar esa línea con mi abuela nunca era buena idea.
—Soy quien te ha cuidado desde que eras un niño, ¡que eso no se te olvide! Tus padres estarían muy decepcionados de ti. Ellos querían que fueras un hombre de bien, no... esto —dijo, levantando la mano para abarcar todo lo que ella consideraba mi desastre de vida. Sus palabras eran como dagas, diseñadas para cortar justo donde más dolía.
Sentía mi corazón latir con fuerza, pero no estaba dispuesto a ceder. En lugar de responder, opté por el silencio. Me levanté, giré sobre mis talones y salí de la oficina. Las puertas se cerraron tras de mí con un golpe que resonó como un eco de mi frustración.
Mientras atravesaba el pasillo, noté que todos los empleados estaban atentos, como buitres esperando carroña. Sus miradas furtivas y las teclas que se detuvieron de pronto me hicieron sentir como un animal enjaulado. Al verme aparecer, se reincorporaron a sus puestos con movimientos torpes, pretendiendo estar absortos en sus tareas.
Caminé hacia el estacionamiento con pasos rápidos, intentando calmar la tormenta que sentía dentro. El aire fresco golpeó mi rostro al salir, pero no fue suficiente para apaciguar mi mente. Necesitaba un respiro, un espacio para pensar y alguien con quien descargar todo esto. Automáticamente, mi mente pensó en Matteo.
Matteo y yo habíamos sido amigos desde la universidad. Era el tipo de persona que siempre tenía una solución —aunque a veces absurda— para cualquier problema. Sabía que si alguien podía ponerme los pies en la tierra o, al menos, hacerme reír en medio de mi desesperación, era él.
Llegué a su casa sin avisar. No necesitaba hacerlo; Matteo siempre decía que su casa era un refugio para los amigos en crisis. Estaba sentado en el porche, en chanclas y con una cerveza en la mano, viendo pasar a los vecinos con la tranquilidad de quien no tiene preocupaciones inmediatas.
—¿Qué mosca te picó? —me preguntó en cuanto bajé del coche—. Tienes una cara de infarto. Pasa, vamos por un trago.
Sin decir una palabra, lo seguí al interior. La sala estaba desordenada, como siempre, con cojines fuera de lugar y un par de camisetas tiradas en el sillón. Matteo fue directo a la cocina y regresó con dos vasos de whisky. Me tendió uno y se sentó frente a mí, apoyando los pies en la mesa baja.
—¿Y bien? —dijo tras un largo trago—. Suelta lo que te tiene tan alterado.
—Es mi abuela —empecé, sintiendo cómo el peso de la conversación previa volvía a aplastarme—. Está convencida de que tengo que casarme porque, según ella, mi vida desenfrenada da mala imagen. Dice que las fiestas, las noches fuera y mi "comportamiento irresponsable" son inadecuados.
Mateo se río con ganas.
—Bueno, no puedo decir que esté completamente equivocada.
Le lanzé una mirada fulminante, pero él no se inmutó.
—No quiero sonar como tu abuela, Lucas, pero... tiene un punto. Tienes 31 años. No puedes seguir viviendo como si tuvieras 21.
—¡Ah, no me vengas tú también con eso! —me quejé, sintiendo que el mundo entero conspiraba contra mí.
—En serio, compadre. Aunque yo disfruto mucho de tus historias de fiestas, creo que es importante que pienses en sentar cabeza. Mira, no te estoy diciendo que te conviertas en un santo, pero ¿no crees que ya es hora de algo más estable?
Lo miré con escepticismo. ¿Desde cuándo Matteo, el mismo tipo que una vez organizó una fiesta de tres días en su casa, era una autoridad en estabilidad?
—¿Y cómo voy a encontrar a alguien tan pronto? ¿Se supone que las esposas caen del cielo?
Matteo tomó otro trago y me miró con una sonrisa astuta.
—Bueno, no necesariamente tiene que ser una novia de verdad.
Lo miré, confundido.
—¿Qué?
—Podrías fingirlo. Una novia falsa. No tendría que durar mucho, tal vez unos diez meses para que parezca realista.
—¿Estás hablando en serio? —pregunté, aunque la idea comenzaba a parecer menos descabellada de lo que debería.
—Por supuesto. Sería perfecto. Tu abuela se quedaría tranquila, y tú podrías seguir con tu vida una vez que el contrato, por así decirlo, termine.
Me pasé las manos por el cabello, pensando en lo loco que sonaba, pero también en cómo podría funcionar.
—¿Y cómo se supone que encuentro a esa novia falsa? ¿Pongo un anuncio en el periódico?
Mateo sonrió de oreja a oreja mientras sacaba su teléfono.
—No, compadre. Aquí es donde entra la tecnología. Vamos a abrirte un perfil en una aplicación de citas.
Solté una carcajada incrédula.
—¡Esto no puede ser serio!
—Claro que sí. Es un plan infalible. Ahora, ayúdame a elegir tu foto de perfil. Tiene que ser algo que diga: "Soy guapo, pero tengo un misterio irresistible".
Pasamos la siguiente hora revisando fotos y redactando la biografía. Mateo insistía en que debía sonar sofisticado pero accesible.
—¿Qué tal esto? "Empresario exitoso, amante de la buena comida y los perros. Buscando algo real... o al menos algo convincente por unos meses" —dijo, riendo mientras escribía.
—¡Quita eso! —protesté, arrebatándole el teléfono.
Terminamos escribiendo algo más sobrio, aunque igual de cuestionable: "Hombre de negocios, amante de las aventuras y las conversaciones interesantes. Estoy aquí para algo diferente. ¿Tú también?".
Matteo casi se atraganta de la risa.
—Listo, Lucas. Ahora, a esperar. La mujer perfecta para el trabajo está a un swipe de distancia.