Todavía quedaban algunos días antes de que su familia partiera para el viaje. Sin embargo, ese ambiente de emoción no fue suficiente para cambiar el típico humor de su madre. Porque en el momento en el que el rubio fue a su habitación al llegar de la escuela para cambiarse de ropa y poder estar más cómodo al limpiar y cocinar, sintió la pesada atmósfera de su madre detrás de él.
Sin poder decir alguna palabra, su madre se acercó y comenzó con la golpiza.
–Y si no quieres que te golpee de nuevo, entonces no le vuelvas a faltar el respeto. Es tú padre –dijo su madre con frialdad en su tono de voz, un tono de voz a la que el rubio ya estaba acostumbrado.
Su madre lo observó desde lo alto como si su presencia misma fuese un recordatorio de lo que ella consideraba una falta imperdonable.
El chico apenas podía levantar la cabeza, porque el dolor de los golpes permanecen en su delicado cuerpo. Con esfuerzo, intentó mover sus labios, expresando apenas un murmullo cargado de resentimiento y una rabia contenida.
–Mientes… –susurró con voz temblorosa, sintiendo cómo el aire le costaba cada vez más salir.
Se acomodó torpemente en el suelo, intentando encontrar una posición que calmara un poco el dolor que le penetraba en su piel, aunque sabía que era inútil.
Su madre frunció el ceño al escuchar aquel murmullo. Una gran chispa de furia se encendió en sus ojos, y avanzó un paso hacia él para inclinarse ligeramente para que su sombra lo cubriera por completo.
–Repítelo. —su voz era baja, pero cargada de amenaza.
El rubio sintió cómo el miedo lo paralizaba por completo, como un frío que le recorría la espalda y lo mantenía atrapado en el suelo. Bajó la mirada, incapaz de sostener el peso de su furia, conteniendo las palabras que querían escapar, pero que sabía que no iban a servir para nada bueno.
Apretó los puños, odiando la impotencia que lo embargaba, odiando el hecho de no poder alzar la voz. Solo bajó la mirada, clavándola en el suelo, resignado.
–Eso pensé. —dijo con un tono de victoria en su voz.
Su madre se giró y comenzó a caminar hacia la puerta, dejando a su hijo tendido en el suelo como si fuese un trapo viejo y desechable, como ella lo consideraba.
En sus manos, una fina capa de sangre cubría sus nudillos, el resultado de su propia furia descontrolada. Acarició sus puños ensangrentados mientras salía de la habitación, limpiando el líquido en la tela de su ropa con despreocupación, como si fuera una mancha insignificante.
Cuando la puerta se cerró, el chico soltó un suspiro tembloroso. Sabía que tenía que levantarse, que el dolor no era motivo suficiente para permanecer en el suelo, pero la mezcla de su angustia, odio y tristeza lo mantenía allí.
–Te lo dije… –una voz femenina se burló desde el marco de la puerta.
El joven levantó la vista para encontrarse con la mirada desafiante de su hermana. Su expresión reflejaba una mezcla de desprecio y burla que sólo lograba aumentar la tristeza y la ira que sentía en el pecho.
–No tengo tiempo ni ganas de discutir contigo, Sofía –respondió con un susurro quebrado, intentando ignorarla.
Sofía frunció el ceño, pero pronto su rostro se llenó de una expresión aún más hostil. Se acercó a él en un par de pasos rápidos y, sin previo aviso, le tomó el cabello con brutalidad, tirando de él hacia atrás hasta que sus rostros quedaron peligrosamente cerca.
–¿Disculpa? –susurró con voz helada, apretando el agarre– ¿Quieres que le diga a mamá que me estás molestando?
Él no respondió.
Con cada palabra de su hermana, sentía un gran pozo de resignación abrirse dentro de él, algo que le impedía siquiera intentar defenderse. Sabía que cualquier respuesta sólo empeoraría la situación.
Al no obtener reacción alguna, Sofía soltó su cabello con brusquedad y se dio la vuelta, riéndose mientras se alejaba. Su risa se desvaneció en el pasillo, dejando tras de sí un silencio espeso y pesado.
Sus cabellos dorados quedaron desordenados, y sus ojos reflejaban el gran dolor acumulado en cada fibra de su ser. Había aprendido a no llorar en presencia de nadie, a esconder el sufrimiento detrás de una máscara que cada vez le costaba más mantener. Pero esta vez, al quedar solo, una lágrima silenciosa rodó por su mejilla, escapando sin su permiso.
Entonces, otra figura apareció en la puerta de su habitación, irrumpiendo en ese instante de dolor. Era su hermano menor, que lo observaba con una mezcla de preocupación y timidez.
–¿Estás bien? –preguntó en voz baja, intentando no asustarlo.
Más de lo que ya estaba.
–Si, tranquilo… –respondió, limpiando las lágrimas de su rostro con el dorso de la mano, y forzando una pequeña sonrisa para calmar a su hermano.
Sin embargo, sus ojos traicionaron sus palabras, ya que pronto volvieron a llenarse de lágrimas. No pudo evitar sentirse vulnerable cuando vio que su hermano le estaba extendiendo una pequeña caja roja de primeros auxilios.
–Es para curar las heridas. Te ayudaría, pero sí mamá se da cuenta…
El rubio tomó la caja, tratando de sostenerla con firmeza a pesar de que sus manos temblaban. No quería mostrar su debilidad, pero en ese instante, la gentileza de su hermano lo desarmó por completo.
–Te preocupas demasiado… –murmuró con una sonrisa débil mientras abría la caja, sacando un poco de algodón y el desinfectante– Muchas gracias
El hermano menor bajó la vista y se encogió de hombros, como si el gesto fuera lo mínimo que podía hacer.