Eran las 6:00 am y el sol había olvidado saludarme con sus rayos cálidos, el cielo estaba gris y algunas gotas de lluvia empezaban a caer como lágrimas sobre los vidrios del ventanal, de pie junto a mi ventana, observo detenidamente las gotas derramadas logrando que algunos recuerdos reprimidos volvieran a mí de un momento a otro:
Tenía 7 años cuando decidí dejar la escuela, era un lugar repleto de niños crueles, mi apariencia descuidada era el motivo para que todos en ese lugar me molestaran, siempre tenía los zapatos desgastados, el uniforme en mal estado y mi cabello era siempre una maraña de rizos anudados y mal peinados, mi madre no iba a priorizar a su hija antes de cualquier necesidad que ella tuviera, así que tenía que arreglármelas con lo que tenía.
—Torio, debes traer a tu mamá, necesito hablar con ella —dijo mi maestra el último día que asistí a la escuela.
—Maestra, pero, yo no he hecho nada malo —admití desconcertada en la entrada del salón.
—Lo sé, pero necesito que ella venga, si no viene no podrás entrar a clases —afirmó con desdén, ella sabía que mi madre no iría y, aun así, me negó la entrada.
—¡Ella no vendrá! —refuté con la molestia que puede expresar una niña de 7 años ante una injusticia.
—No podrás entrar a clases —dijo dándome la espalda y cerrándome la puerta en la cara.
Volví a mi casa y dejé la escuela, después de todo a nadie le importaría mi ausencia, era una niña despreciada por una sociedad estereotipada que le niega la oportunidad de crecer a un ser humano. «¿Por qué vine al mundo?» me preguntaba de camino a mi hogar en el pequeño poblado de Sado a las afueras de la ciudad de Évora. Era un pueblo pequeño y humilde con un máximo de 105 habitantes, ese lugar le daba validez al dicho de: “Pueblo chico, infierno grande” porque para ser tan pequeño, la intriga, el desprecio y las habladurías abundaban.
—Recuerda lavar la ropa —dijo mi madre con desinterés antes de partir dándome un pequeño empujón con el pie para despertarme, era una mujer de estatura baja y cuerpo delgado, su piel era color canela y su cabello siempre estaba recogido en forma de cebolla.
Mi relación con mi madre era complicada, por alguna razón me odiaba, su desprecio hacia mí era tan palpable como la mecedora en la que se sentaba al llegar de trabajar. Cuando se despertaba hablaba en voz alta para sí misma diciendo toda clase de barbaridades sin ninguna razón, cuando se iba era el mejor momento porque la casa quedaba en calma, cubierta por un silencio placentero, hasta que regresaba de trabajar en las tardes y todo el ambiente se tensaba otra vez, en ocasiones al sentarse en la vieja mecedora murmuraba y sus ojos se quedaban inmersos en la nada.
—¿El desgraciado de tu padre no ha venido? —preguntaba—. Necesito que venga —decía en medio de refunfuños, yo sabía lo que significaban esas palabras.
Yo había pasado un año completo sin estudiar y solo me dedicaba a las labores del hogar, recién cumplía 8 años. Mi madre salía todas las mañanas a trabajar y me dejaba sola en casa, no tenía hermanos y yo era la responsable de mi misma, la soledad siempre era mi compañera y mi mejor amiga, me encantaba estar sola, eran los únicos momentos donde me sentía tranquila y protegida.
Mi vida transcurría sin rumbo alguno, al despertar recogía la colchoneta donde dormía y acomodaba la alcoba, solo había una cama donde dormía mi madre y en ocasiones mi padre con ella, cuando en medio de su alcoholismo quería venir a tirársele encima, yo a un lado, desde el piso en mi pequeña colchoneta, tapaba mis oídos mientras cerraba mis ojos para evitar escuchar aquellos horribles sonidos que hacia mi madre, «¡La está lastimando!» pensaba, cada vez que la escuchaba gritar y chillar, en las ocasiones que sucedía, sentía el miedo apoderarse de mi cuerpo porque por alguna razón mi padre me llamaba, solo podía salir corriendo para esconderme detrás de la puerta del baño evitando que él me lastimara, siempre terminaba quedándome dormida en el piso del baño.
En ocasiones, mi padre llegaba de la nada y se sentaba en la mecedora despidiendo un olor espantoso a alcohol y vomitaba siempre el piso hasta quedarse dormido en medio su propia podredumbre, cuando despertaba me buscaba en medio de gritos hasta encontrarme, yo siempre me encerraba en la habitación cuando él estaba cerca, le tenía mucho miedo, tocaba la puerta de la alcoba pidiendo que le abriera, ahí se quedaba hasta que se cansaba y se iba, de igual forma yo me asomaba por la pequeña ventana para corroborar que en realidad si se hubiera largado, en esos momentos recordaba el tiempo de la escuela y la alegría que demostraban algunos niños al ver a su papá o a su mamá, no lo comprendía.
—Torio, mañana iras trabajar conmigo —dijo mi madre al llegar del trabajo—. Ya es hora de que sirvas para algo.
—Si —asentí mientras le servía un plato de sopa para que cenara, terminé de recoger las cosas en la cocina dejando todo limpio y retirándome a la habitación, después de todo, me esperaba una experiencia nueva al día siguiente.
Era temprano, teníamos que tomar un transporte público para llegar al trabajo de mamá, era ama de llaves en una casa de “Riquillos” como ella los llamaba al momento de referirse a sus jefes.
—No hagas nada estúpido, te voy a llevar para pedirle a la tipa esa que te de trabajo, solo has lo que yo te diga y no toques nada hasta que yo te diga —advirtió mientras íbamos caminando a la parada de transportes—. ¿Quedo claro niña?