Verónica.
Los cambios eran necesarios, mucho más cuando tenías cargas encima que en algún punto se tornaron más pesadas que antes. Los pensamientos constantes sobre lo que será, los recuerdos de aquellos momentos que tanto impacto causaron y el dolor por lo perdido, solo incrementan en vez de desvanecerse.
O al menos, eso me pasó a mí.
—La casa no es tan grande como la que teníamos en Salem, pero de nuevo, tu padre fue un tacaño que no quiso pagarme lo justo por mi parte de la propiedad —se quejó mi madre en algún lugar tras la gran caja sobre el mesón de la cocina. A ella le gustaba mucho echarle la culpa a mi padre, su ex esposo, de sus desgracias—. ¿Ya miraste el resto de las habitaciones?
Hice una mueca, no queriendo pensar mucho en el hecho de que ahora nos encontrábamos en Boston, luego de una larga vida en Salem. El cambio fue necesario, y al principio, estaba feliz con la idea de mudarnos, comenzar de cero en otro lugar, pero dejar a papá había sido dificil, porque a pesar de mis veinticinco años, yo siempre requería un consejo suyo e iba a extrañar demasiado nuestra rutina de las mañanas antes del trabajo.
Desde que ellos se habían divorciado oficialmente hace un par de meses, fue dificil mantenernos cuerdos en casa. Nunca discutían, pero esas miradas que se dedicaban, lo decían todo.
—Es lo suficientemente grande para nosotros —respondí, ocultando la sonrisa que amenazó con aparecer ante su mueca de disgusto por mi replica—. Hasta tienes un buen jardín que atender cada que quieras.
Sus ojos se iluminaron como la estrella de un árbol de navidad.
—Sí, cuando Sam me la mostró, fue lo primero que vi —ocultó la sonrisa—. ¿Quieres algo de cenar?
—No, lo mejor será pedir algo para comer —hablé, sentándome en uno de los taburetes que vinieron que con la casa. Agradecía eso. No quería tener que comprar muebles, era suficiente para mí lo de la mudanza—. Es frustrante que llegamos hace varios días y seguimos desempacando.
—¿Qué hay del trabajo? ¿No hay noticias?
—Dijeron que llamarían en estos días, no te alarmes, es algo seguro.
A pesar de mi intento por calmarla, ella no me prestó atención. Anne Martin, era de las personas más tercas que había conocido en mi vida, y no lo decía porque era mi madre, sino porque así lo era. Cuando se le metía un tema en la cabeza, no había poder humano que lo sacara de allí. Era algo divertido a veces, pero frustrante otras tantas.
Con su cabello recogido en un moño en la cima de su cabeza, me ignoró. Se dedicó a sacar los utensilios de cocina que faltaban de la caja y luego me dio la espalda para organizarlos. Había tantos de esos que no sabía en que momento los utilizaría.
Ella solo sabía hacer galletas además de la comida tradicional. No entendía por qué cada que iba a uno de esos gigantes almacenes de cadena, se llenaba las manos de herramientas de repostería y esas cosas, si realmente nunca las usaba.
—Tengo ganas de comida china —sentenció. No era una sugerencia. Sus palabras iban envueltas de un: Verónica, pide comida china. Es lo único que cenaré—. Y haré galletas.
—Mis pantalones ya no me entran por la cantidad de galletas que he comido este mes, mamá.
—Eso no es mi culpa. No las hago para ti. —Me apuntó con una cuchara de madera que sacó de la caja—. Tu te las comes por atrevida.
—Eres mi madre.
—Dejaste de ser prioridad para mí cuando mi niño llegó a mi vida —bromeó.
Rodé los ojos, pero sonreí. Sabía que ella amaba a ese pequeño, casi tanto como yo.
—¿Has pensado en lo que harás mientras yo voy al trabajo? —inquirí, suspirando cuando me tendió un par de tarjetas para que las organizara. Eran los dibujos que guardó cuidadosamente en sobres para pegarlos en las paredes de la cocina al igual que en nuestra antigua casa—. ¿Los volverás a pegar?
—Quiero que se sientan como en casa.
Una sonrisa nostálgica y triste tiró de sus labios.
—Tú quieres sentirte como en casa. ¿De verdad no piensas regresar nunca a Salem?
—Empaqué mi vida para no regresar, no tengo nada que me ate a ese lugar.
A pesar de que intentó lucir confiada, su voz cayó. Realmente aún no comprendía el motivo por el cual, ella y papá decidieron separarse. Eran mi sueño. El amor que se profesaron en los últimos años era de admirar. Mi padre nunca dejó que la llama de su amor por mamá se apagara, era de los que al salir de la estación, pasaba por un puesto y compraba los mejores girasoles a sabiendas que a ella le encantaban.
Y mi madre era de las que hacía su comida favorita cada que tenía la oportunidad aún sin ser una fecha especial para ellos. Se amaban. Y de la noche a la mañana, solo dejaron de mirarse a los ojos, dejaron de hablar sobre sus días en la mesa, y se alejaron a pesar de que se mantuvieron durmiendo en la misma habitación hasta que nos mudamos.
—¿Aún no me dirás...?
—No me preguntes algo que no estoy dispuesta a responder, Verónica —me interrumpió, premeditando la pregunta que cada que tenía oportunidad le lanzaba.
Claro que quería saber los motivos tras la separación de mis padres, pero ninguno de los dos estaba dispuesto a decirme nada. Comprendí tiempo después de mucha insistencia, que cuando estuvieran listos, me lo dirían. Ya llegaría el momento de hablar de ello.
Cuando no doliera tanto.
—¿Ya sabes cual será tu nuevo puesto de trabajo? ¿Qué harás? —cambió el tema—. Sam no me dijo mucho cuando hablamos.
—Trabaja mucho y habla muy poco —dije recordando a la rubia que me ayudó a trasladar mi vida desde Salem en menos de un mes—. Me dijo que trabajaré directamente con el estadio, pero que no tendría que ir allí. Tal vez solo brinde asesorías o termine de esas secretarias que recorren la ciudad para complacer a sus jefes —traté de aliviar sus preocupaciones, pero el ceño que se profundizó en su rostro, la delató.
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Editado: 24.02.2024