Otro arduo día de trabajo.
Elsa empezó desde que el sol se asomó por su ventana, alistó sus trampas para pescados y los puso sobre su espalda. Su padre seguía durmiendo, y decidió dejarlo descansar, pues fue una semana difícil para todos.
Los dragones volvieron a atacar, y en donde más les dolían: la comida. El invierno estaba a la vuelta de la esquina y perder toda la pesca acumulada fue un golpe bajo tanto para la aldea como para el jefe de la tribu, que no buscaba otra cosa que el bienestar para todos.
Sin embargo, ella no se sentía molesta. Sí, muchos días trabajando fueron en vano y todavía cargaba un tremendo dolor de espalda, pero no estaba enojada. Era claro que una cosa así pasaría, por fin la naturaleza creó un depredador para los humanos: dragones.
Desde siempre esas misteriosas criaturas le llamaron la atención; la variedad, sus colores, sus tácticas de ataque y la forma en la que se comunicaban, sobre todo su inteligencia para esquivar cualquier plan que la tribu preparaba buscando la derrota.
Lo difícil era conseguir información de ellos, quienes poseían el tan preciado Libro de los Dragones eran quienes entrenaban para un día convertirse en vikingos que defendieran Berk de los invasores reptiles. Y a Elsa no le interesaba en lo absoluto ser una asesina, aunque cumpliera los requisitos físicos que Bocón, el entrenador, exigía; fuerte, ruda, de padres honrados y que no le temiera a nada (admitía que quizás aquello último podría no ser verdad, después de todo jamás se había enfrentado a las bestias voladoras).
Atravesó la costa rocosa, y cuando estaba lista para saltar de piedra en piedra una voz masculina la interrumpió.
—Señorita Elsa –le llamó, instintivamente la rubia cerró los ojos con fuerza, sabiendo la conversación que se avecinaba y el cual no quería tener–, ¿podemos charlar? —Hiccup pidió con amabilidad.
—Por supuesto –rápidamente cambió su semblante, y se giró para platicar con el hijo del jefe–. ¿Para qué te soy útil?
—Seguro tú más que nadie sabe la situación respecto a la comida –la ojiazul asintió suave con la cabeza–, y quería saber si habría algún modo de recuperarnos para antes de invierno —terminó, por lo que notó de inmediato que la chica chistó dudosa a su pedido.
Si sus cálculos no le fallaban, cuantificaba que se tardarían dos meses aproximadamente para pescar lo que el pueblo requería.
—Pues... Si lo hago sola podré conseguirte todo de nuevo para diciembre —el castaño gruñó, no contento con la respuesta.
Eran malísimas fechas, prácticamente el mar se congelaba en su totalidad y el frío ahuyentaba a los peces.
—Sin contar los kilos que consumimos semanalmente, ¿verdad? —el castaño volvió a preguntar. Elsa admitió de nuevo.
Hipo se golpeó la frente con fastidio, susurrando cosas que ella no lograba descifrar, seguramente estaba hablando consigo mismo sobre lo que debería de hacer, así que ella no lo interrumpió.
—Lo siento –la chica susurró, después de ver que su ceño se relajó.
—No, no es tu culpa, no te disculpes —suspiró él, retomando la compostura.
A Elsa le disgustaba de sobremanera no poder aportar en algo cuando las cosas no salían según lo planeado, así que sugirió una posible solución: —Si te sirve de consuelo, los meses pueden reducirse a uno con ayuda de más personas, pero te lo dejo a tu criterio... Yo no tengo amigos pero tú sí, quizás se animen a trabajar conmigo.
Pronto, una pequeña chispa de esperanza se reflejó en los ojos verdes del castaño.
—Yo se lo informaré a mi padre y veremos qué decidimos, por mientras te dejo hacer tus tareas. Seguro tienes mucho trabajo por hacer. Hasta luego —palmeó su hombro y finalmente la dejó sola con sus pensamientos.
Resopló, recordar la razón por la que volvía al océano le agotaba mucho, ¡y sin haber empezado!
—Bueno, esto es lo que debo de hacer —susurró, como motivación.
[...]
—No estoy seguro si este año podamos sobrevivir —todos produjeron sonidos de angustia y asombro—. Como saben, tuvimos percances con la peste, y esta vez nos dejaron desbancados en cuanto a carne, hay muy pocas ovejas, se llevaron la pesca y los pocos sembradíos que sobrevivieron al clima resultaron dañados. La verdad, ya no sé qué podemos hacer para sobrellevarlo —Estoico se miraba agobiado, y cómo no, el peso de más de cien personas recaía en sus hombros.
—¿Qué dijo Agdar? ¿Hay alguna forma de recuperarnos? —preguntaron los hombres de atrás.
Elsa se puso de pie, dándose calor con sus brazos porque aunque estuviese en un lugar cerrado, tenía la sensación de frialdad en su piel.
—Mi padre ha enfermado, él no puede aportar mucho –los lamentos no se hicieron esperar–. Se siente muy débil, creo que va a darle temperatura. Y quisiera ser optimista pero no creo que se vaya a curar pronto —exhaló de forma ruidosa.
—Qué bien, vamos a morir de la manera más vergonzosa posible: de hambre —gritó Patán, cruzándose de brazos molesto.
—Cállate ya —exigió Astrid, dándole un golpe con su hacha en las costillas.
—Puedo hacerlo sola, pero me tomará mucho tiempo, a más tardar para entrado el invierno y eso si me va bien. Creo que si trabajamos en grupos grandes nos será posible alcanzar la meta para antes de Diciembre —sugirió ella, pero no vio iniciativa alguna de alguien que quisiera ayudarla.
Claro, ¿quién querría estar en el agua en estos helados días? Nadie.
—Yo te ayudaré –anunció el castaño, Elsa se asombró por quien se había ofrecido–. Y necesito voluntarios jóvenes para esta causa –recibió un silencio sepulcral por parte de sus amigos, él sonrió de lado, preparando su as para hacerlos cambiar de opinión–. Bien, quien no acepte limpiará los corrales de las ovejas —pronto la mayoría alzaron las manos para apuntarse. Hiccup asintió satisfecho.
—Excelente idea –le dijo el fornido hombre–. Vigílalos bien, no queremos más destrozos —el jefe directamente apuntó a los hermanos gemelos, que buscaban dónde meter la cabeza para zafarse de la mirada aterradora de Estoico.
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Editado: 04.12.2023