Estaba acostada sobre su cama, viendo al techo pero sin prestarle atención. Absorta totalmente en sus pensamientos.
El jefe, Estoico el Vasto, iba a matarla cuando se enterara que ella rescató (sin querer) al huevo del dragón más peligroso —según ellos— de todos.
Cómo les explicaría a todos que fue un malentendido, que creyó que era una roca exótica y se la llevó a casa para agregarla a su extraña colección (aunque su excusa fuese mentira).
Tanto tiempo bajando la cabeza para no ser el tema en la boca de todos, tanto tiempo que se evitó problemas como para que ahora este huevo de "furia luminosa" viniera a arruinarle la vida.
Exhaló con cansancio. No, el huevo no era responsable de lo que a Elsa le pasara. Tenía que hacerse cargo de las consecuencias, de las decisiones que ella, y únicamente ella, tomó.
Y una de esas consecuencias era confesarse. Era claro que tenía que saber su papá a qué se enfrentaba, pero no tenía las agallas de hacerlo, ni el corazón. Su padre ya cargaba con tanta preocupación y dolor desde que su madre murió, no quería agregarle más penas por culpa de su curiosidad.
Debía encontrar la forma de deshacerse del huevo. Era la única salida para evitar un terrible desenlace.
Se cubrió la cara con la cobija.
Tampoco podía hacerlo, procesando la información que Estoico mencionó, los Furia Luminosa estaban hechos para ser el alfa, y que gracias a eso son presa de muchísimos dragones más. Era contradictorio con lo que se pensaba, ¿qué acaso entre dragones no se ayudaban?
Podía entender que hay casos aislados, que comprendiendo su naturaleza hostil y la forma en la que se desenvuelven, deban protegerse de los depredadores. ¿Pero qué peligro podría representar un dragón tan pequeño como lo es un furia?
Estaba consciente que el tamaño seguía siendo grande tomando como base la altura y anchura de un vikingo, pero alado de otros dragones era simplemente pequeño, débil.
Esta narrativa la encontró gracioso, ya que eso mismo pensaban los demás de ella, tan delgada, tan pequeña a comparación de los demás adolescentes berkianos, Elsa era la débil de la comunidad. Hasta que no lo fue.
Se sentó en la orilla de su cama, determinada a encontrar la verdadera razón por la que la especie de ese huevo tenían la muerte asegurada. Había algo más escondido en su misterioso origen, y Estoico debía saberlo.
¿Hipo también?
[...]
—Buenos días papá, ¿cómo te sientes hoy? —le preguntó Elsa cuando lo vio sentado en el comedor, arreglando unas trampas.
—Mucho mejor, por fin siento que ya puedo respirar en paz —Agdar rió, manteniendo su atención concentrado en su tarea.
—Qué bueno –sonrió ella, aliviada de que su padre se encontrara mejor–. ¿Te preparo algo de desayunar? —inquirió, caminando hacia la cocina.
—Sólo un café, por favor.
—Con gusto.
Tomó una olla pequeña de metal, y salió de la casa, dirigiéndose a la pequeña gloria que su padre construyó.
Colgó la olla en el gancho, y con ayuda de la polea empezó a bajar, para llegar al agua.
Cuando la sintió pesada, fue levantándola hasta tenerla en sus manos. Ya estaba por entrar a su humilde hogar hasta que visualizó a alguien...
Estoico el Vasto y su amigo Bocón caminando hacia ellos, con la mirada puesta específicamente en ella. Era tan cargada y pesada, que Elsa pensó que podía leer sus pensamientos.
—Mierda... —murmuró, entrando rápido a la casa.
Dejó la olla sobre el fuego y corrió a la segunda planta, específicamente hacia su habitación. Debía esconder muy bien el huevo, en un lugar donde jamás se atreverían a buscar. Lo tomó aún envuelto en cobijas y salió de ahí.
—Piensa Elsa, piensa —se decía a sí misma, buscando en sus memorias el escondite perfecto.
Las cosas de mamá... Se encendió el foco de las ideas.
—Buen día, Agdar —una voz ronca y llena de autoridad se abrió paso.
—Buenos días jefe Estoico, pase —su padre abrió más la puerta.
Como pudo, la rubia se escabulló por entre los muebles hasta haber llegado al dormitorio de sus padres, sacó el cofre bajo la cama (que por alguna razón su papá intentó refugiarlo ahí) y lo levantó de la tapa. El aroma a rosas y vainilla le pegó de golpe, trayendo consigo cientos de recuerdos sobre su madre.
—Tú lo entenderías, mamá. Soy tu misma esencia —susurró, como una forma de disculparse por lo que pretendía hacer.
Metió con cuidado el huevo, cerró el cofre, lo regresó a su lugar y salió como si nada hubiera pasado ahí dentro.
—Jefe, no lo había visto —dijo ella, con intenciones de acercarse para saludarlo.
—Buen día, señorita Elsa. ¿Cómo le va? —los dos estrecharon sus manos.
—¿Les ofrezco algo de beber? Café, agua... —Bocón la interrumpió de tajo.
—Un café nos sentaría muy bien, gracias —con esto quedó más en claro que no la querían ahí.
Y eso era bueno, ¿no? Significaba que lo que sea que vinieran a hablar, no era con ella. Sino con su padre. Se fue a la cocina a preparar las bebidas.
—Supongo que no es un tema bueno, ¿cierto? —preguntó Agdar, sentándose en uno de los sofás.
—Lamento mucho molestarlo, pero es importante. Se trata de... –se acercó un poco a él–... Dragones.
A Elsa se le resbaló la cuchara de entre los dedos.
Todos voltearon a verla. Sonrió apenada cuando se dio cuenta: —Perdón —susurró.
—Elsa, por favor retírate —ordenó su papá, con un tono autoritario.
Ella no preguntó más, sólo salió de ahí por la puerta trasera.
—Nunca me ha hablado tan feo —se dijo a sí misma, acercándose a la gloria.
Entonces el tema sí es respecto a ti. Pensó.
—Ojalá que no —contestó en bajito.
Vio a los chicos pasando por ahí, de camino al acantilado.
—¡Ey! —les gritó, corriendo a ellos.
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Editado: 04.12.2023