Transitorios

「 3 」

Las heridas son tan hermosas.

Miré el cuerpo inerte frente a mí. Todo estaba rojo y apenas era capaz de mirar más allá de la mano floja de Amei desenlazándose de la mía, la calidez de su agarre desapareció gradualmente de mi piel, llevándose el único sostén que hasta entonces había estado reteniendo la peligrosa caída a un barranco sin fondo ni salida.

El miedo arrasó con todo mi interior.

¿Qué... estaba ocurriendo?

Mi cuerpo apenas podía responder y mi respiración se atoró en mi pecho, haciéndome caer de rodillas mientras luchaba por obtener un poco de aire. Tomé valor y me arrastré en el piso, haciendo caso omiso al dolor de los raspones del pavimento contra mis rodillas. Busqué la mano Amei con desesperación, la encontré en ese trance cegador de dolor y temor, pero cuando mis dedos rozaron los suyos la esperanza que buscaba con una necesidad salvaje pareció irreal, perdida y distante. Sus dedos estaban fríos, envueltos de un invierno albo y desgarrador que me hizo querer alejarlos de mí, no los quería cerca.

Tanta sangre... Tanto silencio...  Apreté las manos contra mis oídos con fuerza, ¿por qué todo estaba tan callado?

—Alguien... por favor, ayúdenme —imploré abrazando mis piernas contra mi pecho. El sonido de mi voz se perdió en esa repentina soledad, abrumadora, como si la oscuridad hubiera tomado posesión de mis sentidos.

¿Cómo podía ser así? Si hace unos segundos me sostenía con fuerza y sus pies me guiaban por la oscuridad de esa noche sangrienta, ¿cómo era posible que el piso que me sostenía se hubiera derrumbado de forma tan abrupta? ¿Debí sostenerla con más fuerza?, ¿era eso? ¿Debí tomar la iniciativa?, ¿debí respaldarla antes que a mí?, ¿debí ser yo la que cayera por ella?

¡¿Qué demonios era lo que debí haber hecho?!

—Yo... debí morir en tu lugar, al igual que con mamá.

No era capaz de observar el cuerpo de Amei, la imagen era tan repulsiva que le di la espalda y cerré los ojos con más fuerza. Pero lo seguía viendo, se repetía una y otra vez. Empezaba con el sonido de sus pasos al correr, su voz alarmada gritándome que no me detuviera, unida a la esperanza de regresar juntas a casa. Luego el impacto de la bala contra su cabeza, la sangre salpicando el piso, mi rostro, e impregnando el aire con su hedor metálico y nauseabundo. Su cuerpo cayendo con un ruido sordo y después... nada. No hay nada.

Dejé escapar un grito, en él iba parte de esa negrura impenetrable que se había colado en un rincón de mi corazón y que me era imposible de hacerle frente. Solo quería que mi mano fuera sostenida de nuevo y que aquel toque se prolongase hasta el infinito, que el dolor se desvaneciera como el rocío de la mañana y se llevara todo lo que en mi interior rugía.

—Ayuda... Sáquenme... Sáquenme de esta pesadilla —expresé en repetitivos balbuceos, pero el callejón permaneció tan quieto como un cementerio, un infierno frío y tenebroso.

Pasaron algunos minutos, quizá fueron horas, el viento se había llevado mi raciocinio y mi cajón atestado de promesas. Cuando las lágrimas pararon de salir en lo profundo de mí quedó un vacío, me sentí perdida, como si no tuviera a un lugar a donde regresar y lo único que me quedara fuera las trizas de mi corazón roto que poco a poco estaban siendo arrastradas lejos de mí.

Tenía el corazón en carne viva, y sin embargo, la oscuridad  fue invadida por un rayo de luz en el momento menos esperado.

Mis ojos se entrecerraron por la abrupta luminosidad, no era una luz violenta, si no fría, como la de un cielo azul despejado; poco después noté que se trataba de una linterna.

Me costó reaccionar y dejar atrás la nebulosidad a la que me había estado acostumbrando, cuando el atolondramiento disminuyó el contraluz me permitió vislumbrar una silueta imposible de reconocer. Mis ojos se dirigieron al objeto que cargaba en una de sus manos, una pistola, que giró y la guardó en la tupidez de su cinturón cuando iluminó el cadáver en el suelo.

—Ah, otra vez no pude hacer nada —dijo esa voz masculina al ponerse de cuclillas frente el cuerpo yerto de Amei y lo giró para que quedara boca arriba. Quise gritar que no la tocara, que se alejara, pero la voz no salió de mi boca. —Que tu alma encuentre un buen lugar, viajera —susurró, pasando suavemente uno de sus dedos sobre su frente, la bala no había podido adquirir la velocidad suficiente para traspasar la cabeza de Amei y desde ese ángulo cualquiera pensaría que solo estaba durmiendo—. Las estrellas te recibirán con sus puntas abiertas y no tendrás que preocuparte por dejar de brillar porque la luna iluminará el rellano por ti. Descansa, has dejado tu marca en la tierra.

Su mirada se levantó hacia mí, causando que me sobresaltara. Apenas pude contemplar las líneas suaves de su rostro y la apacibilidad de su expresión. Negué con la cabeza, que no se detuviera, que siguiera hablando. El silencio era tan asfixiante que, lo mejor que un desconocido podía hacer, era hacer ostensible su presencia y evitar que mi mente se perdiera en el agujero negro que se estaba encargando de absorber casi todo de mí.

—Veo lo difícil que es para ti —habló, su voz era afable y conciliadora—. Venga, hay que movernos, ellos se están escabullendo como asquerosos escarabajos y no les gustará dejar cola que pisar.




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