Atrapados en la cueva. La odisea y los demonios bailan. El final se acerca
Entrad, pero os advierto que vuelve afuera
aquel que atrás mirase.
La divina comedia
Rompimos fila, cruzando un árbol seco caído en medio del sendero de tierra. Los grillos cantaban a toda emoción y los cactus que tantos había estaban en el contorno de la cueva de ese semicírculo imper- fecto. Descargamos los bolsos a unos diez metros de ella. Sentí desde adentro el sonido de la oscuridad y era tenebroso.
—Lo ha sentido, camarada dice don José.
—¡Sí!, como un escalofrío.
—También me ocurre -habla Michelle.
Rodrigo se acerca y se queda quieto tocándose el vientre de aquel espíritu dentro de sí.
—Es normal, mis amigos, es el ingreso al averno. Hay muchos en el mundo y este es uno -dice Cruz.
Hicimos un fuego y comimos algo en cuanto un zorro en una cum- bre aullaba y escapaba en la penumbra.
—Sepan, tres son las pruebas. El chivo, la serpiente y el basilisco. Deben enfrentarse de manera individual para permitir el ingreso. Luego un puente que se ha de cruzar y luego la puerta de piedra que se abrirá con tocar el símbolo de ahí, el oscuro precipicio al fondo. Escucharán gritos, miedo del miedo mismo. No harán caso, hay que ir por esa caja y salir lo antes posible. ¿Correcto? -dice Fausto.
Todos gesticulamos con afirmación. Terminamos y dejamos fuego a medio encender dentro de un círculo de piedras para evitar incendios. Tomé rápido el libro de mi mochila al abrir. Un dibujo del interior de la cueva. Sus párrafos eran en verso. Han de perderse dentro y los péta-
los marcaran la salida del sueño de la chica a su amado. No entendía, pero ya no importaba. Los bolsos resguardados. Debíamos esperar al horario de las 00: 00 horas que presente estaba, y en filas de dos cami- namos hasta el ingreso. El olor pestilente escapaba junto a un hedor de bestia podrida. La luna llena se exteriorizaba como único ápice de luz. Llevamos las linternas e ingresamos. El pánico de la oscuridad ju- gaba en falso con nosotros, los incrédulos. Alumbraba las paredes con dibujos. Fuimos bien adentro. Unos cincuenta metros. Un aullido se escuchaba del mismo zorro de las montañas. En un costado Michelle alumbra y una parvada de murciélagos huye al interior, ella abraza del susto a don José. Al llegar al fondo una voz de anciana habla.
—Debe pasar primero por el carnero. Para seguir rumbo.
—El chivo -dice Fausto. Se abre un hoyo en bajada y entramos a una sala. En ella se ven estalactitas y estalagmitas. Un cuadrado gran- de, un gemido de oveja como pastando tranquilamente. Territorial como ella sola. Ojos de mastín asesino. Y sus cuernos. Sus dos redon- deles rojos y luminosos se ven. El chivo maloliente. La pútrida sensa- ción de estar en los infiernos y que un guardián diferente al cerbero nos reciba. Haré como Hércules y pasaremos.
El animal se paró con sus grandes cuernos como un toro. Venía en saltos. Me saqué el abrigo que tenía puesto, para estar más cómodo en los movimientos y les dije que fueran, que me encargaría.
—Vayan ustedes, los alcanzaré. Voy a despistarlo para que pasen.
—¡Usted está loco, mi amigo! -grita don José.
—¡Sí! -me dice Rodrigo-, cuídate, mi amigo.
—¡No, importa, es solo una cabra! No podemos perder tiempo, hay tres pruebas que sortear para llegar a la daga.
—Oiga, mijo, tome esto -dice el rojo y se quita el poncho-, esto le va a servir
Michelle me abraza. Don José me mira con miedo, igual que Ro- drigo. Me abalancé hasta la bestia con cuernos y saqué el poncho en- gañándola con movimientos de torero. Esta siguió camino y chocó con una roca partiéndola en pedazos. Los demás corrieron al agujero
que seguía en bajada hasta la segunda cámara. El animal endiablado retomó el ataque y esta vez volvió con más furia nuevamente finteo, pero me empuja su impacto y caigo inconsciente golpeando mi ca- beza. Una nube negra y Milagros que me levanta. La cabra pone sus cuernos en punta dispuesta a clavar a su presa y Milagros me saca de la línea de fuego. Este confundido sigue de largo. Despierto y veo al animal allí.
Don José y el grupo llegan a la segunda cámara. La gran víbora ha de consumir los huesos de quien la enfrente, dice la voz de la anciana. El serpenteo se escucha. Y una boa gigante y peluda se desliza.
—Es mi turno -dice don José que toma un bastón con forma de garrote-, ¡vayan!
—¡Pero, vida -Michelle toma la mano de aquel hombre-, sé que vencerás -le dice y le da un beso.
—¡Ve de una vez!
—¡Pero!
—Vamos -dice Rodrigo-, no podemos esperar, ¡si llegamos a la daga será más fácil!
—¡Vayan! -grita don José-, ¡¡vayan!!
Salen corriendo. Ella no deja de darse vuelta. El portugués se acerca al animal, golpea su cabeza con furia ciega, esta intenta morder y él se corre. La víbora muerde su bastón y no lo suelta hasta quitárselo. Aho- ra don José toma una roca grande y se acerca queriendo golpearla. El grupo se ha ido a la tercera cámara. Don José sigilosamente arremete contra el animal, le golpea la cabeza y lo aturde, vuelve a retomar la tarea y esta esquiva la piedra y se enrolla velozmente en su cuerpo tra- tando de apretar sofocando y erradicando cualquier soplo de aire para asfixiar a este. El portugués se mueve con fuerza, pero los resultados son nefastos y cada vez se debilita más.
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Editado: 21.12.2023