Tras el rastro del General

El general aparece. La última batalla

El general aparece. La última batalla

 

 

 

Sombra terrible de Facundo voy a evocarte.

Domingo F. Sarmiento

 

 

Caminamos en un esfuerzo de escalar en la altura unos metros más, hasta dar con un círculo. Un inmenso recinto entre árboles y añejos pastos. Era un lugar iluminado en su inmenso reflejo que la luna pre- paraba como centro de batalla en el cual un hombre y su caballo es- taban esperando pacientes. El hombre con poncho gris, pelo largo, barba, patillas, cara ancha. Alto y fornido, vestido de azul, nos recibe con su caballo moro. Gran ejemplar de fuerzas.

—Han venido y me han liberado, y les agradezco infinitamente.

—¿Usted?

—Perdón por mi falta de respeto. Juan Facundo Quiroga, para ser- virles, señores y señorita.

—¿Cómo ha ocurrido todo esto? -le pregunto con curiosidad con la respiración que faltaba y no quería aparecer.

—Desde los tiempos de mi nacimiento aquí en estos llanos que tanto amo. Se han producido guerras y más guerras. El poder de los hombres codiciosos y el diablo mismo metido en sus cuerpos. Sin que- rer para ganar esta contienda pedí ayuda a quien no debía. Las brujas me mintieron -ladea la cabeza aquel hombre melenudo- y eso valió los años en pena, valió el mito de no descansar y mi familia presa hasta el día que pudiera enfrentarlo. Hoy aquí vendrá ese quien no debe ser nombrado a librar el duelo. Y yo he de invocarlo. Ya es casi la hora del amanecer y solo en la noche hay quienes se enfrentan.

—Tu despiadado ser, has de enfrentarte a mí. -Aparece desde el suelo un hombre de color oscuro con la fisonomía de un conocido enemigo.

—¡Es Santos Pérez! -dice Rodrigo.

 

 

—Es el mandinga, aclara el general, apártense -dice este con la mi- rada clavada en los ojos negros del infecto-. Apártense. Háganme ese favor, han hecho demasiado. He aquí mi Rubicón. Mi destino está listo para completar el desafío que por años ha de timarme a la espada sacra, y protesto del amo de los suelos candentes. A aquel lúgubre ti- rano que contamina todo ser del cosmos. Yo, Juan Facundo Quiroga, he de retarte a duelo.

Un redondel de fuego se forma en lo alto del cerro. Dentro de este el general y el diablo se disputan a combate de espada.

—Esta vez te llevo -dice el muy desgraciado.

—¡Cumple la jugada!, y si gano libera a todos los desdichados que por tu culpa han sido encerrados, vil engendro de los bajos mundos.

Nos quedamos apartados en un costado. El moro relinchaba en dos patas. Atado con una soga en un árbol cuyas raíces sobresalían al pre- cipicio del cual podía visualizarse todo el paisaje y lejos de este el pue- blo de Sanagasta. El general saca su espada y arremete con una esto- cada. El mandinga se hace humo y aparece detrás de este clavando en un riñón una daga. El grito de dolor es incipiente. Nosotros sin poder hacer nada nos quedamos quietos. El general lo empuja apartándolo. Nuevamente el diablo acelera su ataque y corta en un tajo profundo su brazo derecho. Facundo arroja la espada que en mano llevaba. Se toma el brazo y corta de su camisa un pedazo de tela enrollándolo sobre la herida y alcanza y agarra el sable. El mandinga nuevamente se desvanece y aparece desde el cielo cayendo en punta con su espada, el general eficazmente lo esquiva y lanza al filo clavando en su pierna. Este se aparta del dolor.

—¡El combate es desigual! -dice don José-. No se puede vencer a la bestia -se toca una cruz de medalla rezando don José.

—¡Algo se tramará, tranquilo, mi amigo!, hay que tener fe -y rezó.

El diablo se ríe al mirar esta nimia lastimadura. Todos imploramos al señor, incluso Rodrigo y todos sus santos y espíritus para vencer al ángel caído.

—¡No puedes contra lo que no ves!

TRAS EL RASTRO DEL GENERAL

 

 

 

Desaparece y de debajo de la tierra toma la pierna de Quiroga, este no puede lograr sacarse ese grillete y una infinidad de cortes tocan todo el cuerpo como si del suelo salieran estacas que clavan al hombre.

—¡Muere de una vez, alma errante!

Con un último toque el diablo le clava una daga al pecho, Quiro- ga cae. Nos quedamos paralizados sin poder ayudar. Quiroga yace en el suelo herido casi de muerte. El mandinga ríe. La sangre de este moribun- do se forma en ríos, lagos, mares, y océanos que desembocan en toda la planicie. Los animales, las flores comienzan a verter lágrimas de olvido. Se estremecen, y presienten, en su propia masa del organismo lo que él en su dolor. El suelo, la tierra, el cielo, las rocas, las aguas se unen. La enmarañada obsesión y trastorno en la carne de un solo ser. Unos pétalos caen del cielo tocando el pecho y sellando aquel agujero mal habido. Era una sorpresa que nuevamente se produjera tal evento. Quiroga se paró firmemente con las pocas fuerzas y se lanzó al malo, que logra esquivar el ataque al golpearlo en su espalda. La sangre se empieza a acumular en el suelo y forma una arena movediza sobre los pies del diablo capturándolo.

—¿Qué ocurre? -dice gritando la forma amorfa del sicario que no es otro que el demonio.

—¡Has caído!, vil basura, has caído. La sangre. Mi sangre. Los llanos. La naturaleza, todos. El universo está a mi nombre. A mi fa- vor, ¡¡a mi orden, carajo!! A una voz mía cualquier partida se pondrá a mi orden.

Las arenas movedizas se comen poco a poco al diablo quedando solo su pecho y cabeza. En ellas había un poco de todos ayudando al tal Quiroga. Este se levantó cuidadosamente y acumulando un puña- do de fuerza se acercó.




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