Tras el rastro del General

El medallón, y las promesas. El partido. Adiós

El medallón, y las promesas. El partido. Adiós

 

 

 

Tengo más almas que una. Hay más yos, que yo mismo. No obstante, existo. Indiferente a todos.

Los hago callar: yo hablo.

Fernando Pessoa

 

 

Dos tareas he de cumplir por el nombre de ellos y el mío:

Hice un viaje de tres horas al cual fui con Milagros para avivar un poco el romanticismo, y la sorpresa de aquella promesa. Rodolfo que- daría con don José y Michelle dos días. Al llegar al pueblo de Azcué- naga fui al cementerio a cumplir la promesa de Fausto Cruz, algo que mis amigos sabían. Milagros me acompañó de la mano hasta la tumba de Ana. Enterré el medallón bien hondo bajo la tierra húmeda Cer- ca de la inscripción de ella. Su lápida estaba escondida entre arbustos de girasoles. Una abeja rondaba taciturna de aquí para allá. Milagros me abrazaba y yo a ella, y con claridad apoyó su cabeza en mi pecho. Cumplido mi amigo. Ella se pondrá muy contenta. Luego hicimos nuestros votos de respeto cristianos y nos fuimos lentamente. No sé bien si de estos artilugios la magia surtirá efecto, pero era una promesa entre caballeros. Ahora que lo pienso, sí. Ella estará feliz y tal vez estén juntos. Nos dimos la vuelta y nos retiramos a recorrer. Recordé a Pes- soa, Ofelia, la carta, y la flor. Todo se repetía como una vez. Se repetía la nostalgia al amor en una pieza material que lo encierra. Le declaré a Milagros: Espero no irme de este mundo sin decirte lo mucho que te quiero. Me miró con sus lágrimas y nos besamos. Nos fuimos.

Era domingo en Buenos Aires. El lunes partiríamos a Portugal. Fui con Rodolfo como le prometí a ver un partido de mi equipo Lama-

DIEGO LEANDRO COUSELO

 

 

drid. El pequeño emocionado, en su edad difícil de preadolescencia. Don José se había marchado ya con Michelle a Río de Janeiro, Brasil, y luego irían para Lisboa, Portugal. Por mi parte nutrí lo suficiente del informe en estos días y luego me dediqué al ocio. Saqué ticket de in- greso y recorrimos un poco las instalaciones. Nos sentamos en las gra- das de la platea. Los jugadores salían en gritos y aplausos. Le señalo:

—¡Mirá!, ¡allá están!

—¡¡Uh!!, ¡qué bárbaro!

De aquel impulso de sorpresa, lanzo leve risa, con mueca una sim- pática por el asombro de mi hijo. Arranca el partido. El rival era Cam- baceres. Transcurren veinte minutos. La toma el diez y da un pase co- rrecto al tres proyectado. Este tira un centro y ocurre el gol matador de entrada. Estábamos uno a cero.

—¡Gol! –grito.

—¡Gol! -grita Rodolfo eufórico.

—Su hijo es un gran hincha -una voz me dice. Un hombre sentado a unos metros de mí-, por cierto, ¡gracias! Usted es una gran persona

-voltea la cara al partido.

—¡Eze è bien paisano de fútbol, cthe!! -se ríe aquel señor con barba.

Se ríen y siguen mirando el partido. Los veo y de antemano les voy a preguntar algo, pero otra jugada majestuosa y entre la gente ellos desaparecen al pararse todos los hinchas. Mi hijo me toma la camiseta.

—¡Mirá, mirá, papá, mira! -insiste Rodolfo.

—¡Claro, hijo! -le contesto, observo en los costados y entre las ca- bezas, pero no están.

De todas formas, sabía quiénes eran y una sonrisa me vino al rostro, luego miré a mi hijo y continuamos alentando, porque ocasiones así no se disfrutan todos los días, ni en todas las vidas. Milagros concluye su relato como se había previsto.

 

 

 

 

 




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