Tras el rastro del maestro

El encuentro IV. Don José, el comunista hormonal

El encuentro fue preciso. Nueve horas a Rua Das Cozinhas y a Rua Do Espíritu. En paso lento llegué al punto exacto de mi encuentro con don José. Alguien en medio de la oscuridad esperaba y me percaté ante mi llegada de que nadie me siguiera ante la duda del peligro que se podía correr a las nueve de la noche entre un cruce de calles en la Lisboa de Salazar.

Con sumo cuidado caminé con la mirada atenta, por cada lado, de adelante hacia atrás, y los costados (izquierdo y derecho). Atento a que el hombre de sombrero y saco no estuviese siguiendo mi rastro. Sabueso especializado.

Don José, el portugués, me estaría aguardando con su pregunta clave para identificarnos. Él estaría ahí en medio de la noche plutónica. Nadie más lo sabría. Excepto Raimundo Silva.

Algún que otro farol antiguo brillaba. En eso se podía ver que no todos funcionaban a la perfección. Algunos totalmente apagados con sus focos quemados, otros a media luz débil de fuerza ante el desgaste de la lámpara, por lo que la noche era más codiciosa en su oscuridad para no dejar visible más que lo que se podía reflejar por una luna semipresente.

No se oye un alma por la Rua Das Cozinhas. Es que ellas son silenciosas cuando están en pena y posiblemente sea esa la razón. Hay muchas almas en pena. La niebla comienza hacerse presente como una Londres victoriana de Jack el destripador esperando atacar a sus víctimas.

Continúo, y continúo. Paso por paso. Pisada tras pisada. La calle está empedrada, solo la luz de los faroles. Una pequeña luz deja iluminar el suelo. Hace calor debido a alguna anomalía climática y posiblemente llueva de nuevo. Es una especie de calor de la noche que soñolienta despierta a las criaturas de la oscuridad. El calor húmedo cada vez que tenía contacto con el cuerpo, el fluido terminaba por volverse pegajoso como el ruido que ahora se hacía presente de unas chicharras, insectos que no entienden del silencio, no saben que no es temporada de verano o se confunden como toda criatura de la naturaleza. Ellas no dejan de cantar a coro. Y Dios que mis pasos ni dejan de seguir su rumbo. Ahora las chicharras hacen una pausa. Unos minutos. A lo mejor más tiempo y vuelven a la misma operación.

Dentro de los faroles, y en los alrededores, hay otra especie de insectos hipnotizados por la luz de mercurio, que expanden los pocos focos que aún funcionan y se apegan a ellos en grupos como extasiados.

Un perro aúlla, otro sigue su coro, ambos queriendo tocar una melodía ante el sonido de una guitarra portuguesa de la casa aledaña a metros de mis pasos. El sonido viene acompañado de una sombra a la luz de una vela. Una silueta vieja de un hombre con barba que se refleja ante el movimiento de la cortina por la brisa proveniente del Tajo que me llama.

El Tajo, ese río místico al que siempre veo apuntando para una dirección. Y el hombre toca su guitarra y los perros siguen aullando. Las chicharras se suman y una orquesta se ve en la Rua das Cozinhas, y nosotros ahí, a fin de llegar a un encuentro donde se cruzan los atajos de la Rua das Cozinhas y la Rua do Espíritu y la niebla. La fuerte y espesa nube nocturna no deja nada a la imaginación que con la música nostálgica de un fado de guitarra podría dar, y ese hombre vendrá y hablaremos de Pessoa y de Pessoa hablaremos.

Y yo mencionaré la trama que me atrae y la dama con la cual pasé una noche ante un verso de Gardel.

Y le presentaré en aquellos sonidos que de mi boca salen los de una dama que era Milagros das Flores. Era un milagro. Y volveremos a mencionar al poeta y a la policía asediando por las noches a aquellas personas que por un puñado de fascistas se convirtieron en amigos. La ciudad de los amigos.

Y la música de fado y los perros, las chicharras, unos faroles que iluminan y otros no. Luciérnagas, y otros insectos. Niebla espesa como bruma. Y solo ver el empedrado irregular. El castillo de San Jorge (Castelo de Sao Jorge) por encima de los cielos para vigilar que nunca más Portugal sea atacada.

Y ante un movimiento de la neblina un hombre con sus manos en los bolsillos de un saco que solo de casualidad alcanzo a ver, está ahí parado esperando a alguien. Ese alguien es un extranjero, y por la misma razón que él, este (yo), ha llegado ahí. A ese tramo del juego.

Un metro setenta. Pelo corto. Unos cuarenta años. Ropa negra. Pantalón de vestir pinzado estilo italiano. Camisa blanca y una corbata color gris. La neblina y un oscuro y tétrico callejón. Marcos ideales para reunirnos.

–¿Cuál es su clase social?

–Soy el banquero anarquista– –Francamente me sentía un idiota, en este juego de espías. Parecía el servicio secreto de las SS del Tercer Reich, o la CIA norteamericana. En fin, así era el asunto.

–Y yo un comunista hormonal. Un gusto conocerlo

Al escucharlo me quedé perplejo. ¿Un comunista hormonal? El hombre se mofó con buen sentido, y estrechó su mano con la mía. Era un gusto conocerlo.

–Mi nombre ya lo habrá escuchado de mi amigo Raimundo Silva. José

Sarachago para servirle ¿y usted?

–Un placer. Armando César.

–Extranjero, ¿no?

–Sí, de Argentina.

–Mi padre fue policía un tiempo, y de pequeño viví en ese país. La gracia y enigmas de Buenos Aires son una cuota pendiente.

–No se pierda con su duda de esa tierra. No se va a arrepentir de la visita, si es que ansía regresar.




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