En mi buzón de correos, a plena luz de la mañana María halló un sobre sin remitente. Lo llevó hasta la cama donde me encontraba meditativo y apesadumbrado.
—Patroncito, es para usté.
No pude imaginar que contenía ese sobre que de buenas a primeras me resultó muy extraño. Sin embargo mi cerebro emitió una alerta que me hizo palpitar fuertemente mis sentidos.
Solo mi nombre estaba escrito con pulso firme, casi mecánico, como si el que lo envió no sintiera el peso de lo que contenía. Lo recogí con mis manos que ya temblaban, aún sin saber por qué. Quizá porque el alma percibe lo que la razón aún no descifra.
Al echarle mano, a aquel sobre blanco. Inmaculado, como un sudario antes de cubrir a los muertos. Lo abrí con la urgencia de quien espera un milagro y, en su lugar, recibe la sentencia de una condena. Cuatro fotos. Cuatro fragmentos de mi vida convertidos en testamentos de crueldad. Mi esposa Hailey. Mi hija Rowen. Mi hijo Matthew y mi hermano Averett.
No eran solo imágenes. Eran puñales afilados con la sangre de quienes más amaba. Cada rostro desfigurado por el dolor, cada ojo apagado, cada marca en su piel me hablaba en un idioma que no quería comprender. El aire parecía espesarse a mi alrededor, volviéndose denso, casi irrespirable. Sentí que el suelo cedía, no porque el mundo hubiera cambiado, sino porque yo me había quebrado.
El viento arrastraba polvo y hojas secas, tan frágiles como mi espíritu en ese instante. Las residencias vecinas seguían en pie, ajenas a la catástrofe que había estallado dentro de mí. El mundo no se detenía, no se condolía, no se vestía de luto conmigo.
Mi pecho se contrajo con un dolor que no tenía nombre, porque el lenguaje humano es insuficiente para describir la devastación de un hombre. Sentía cómo algo dentro de mí estaba roto en mil pedazos, y supe, en lo más profundo de mi ser, que jamás volvería a ser el mismo.
Mis manos seguían sosteniendo las fotos, pero ya no me pertenecían. Eran meros instrumentos de una tragedia que se había escrito sin mi consentimiento. La imagen de mi esposa, su piel antes cálida ahora pálida y marcada por la violencia, me arrancó el aliento. Mi hija, que apenas pudo cumplir su sueño de ser modelo de ropa para niños, si así siendo tan pequeña e inocente alcanzó sus aspiraciones, qué hubiese sido cuando hubiera crecido, tenía los ojos cerrados para siempre y mi alma estaba quebrada en millones de pedazos. Mi hijo, mi retoño, mi pequeño guerrero, quería ser de grande un reconocido perito de salto ecuestre y entrenar lo suficiente hasta convertirse en un profesional. Ahora sus sueños lucen arrebatados en una imágen que me hace saltar las lágrimas. Su destino se vio opacado por los lazos de un psicópata. Mi hermano... mi sangre, mi cómplice de infancia, se encontraba reducido a un cuerpo sin alma.
Solté las fotos. Cayeron con un susurro apenas audible, ahogado por el rugido ensordecedor del silencio que me envolvía. Mi respiración se volvió errática, mi visión, borrosa. Sentí náuseas, como si el veneno del dolor se expandiera por mis venas. Di un paso atrás, tambaleándome, con la sensación de que el mundo se inclinaba, dispuesto a tragarse lo poco que quedaba de mí.
Las fotografías seguían ahí, esparcidas sobre el suelo como piezas de un rompecabezas imposible de reconstruir. Me obligué a apartar la mirada, pero las imágenes se habían grabado en mi mente con la fuerza de una maldición. Mi pecho subía y bajaba con cada respiro entrecortado, mientras una pregunta sin respuesta se clavaba en mi pecho: ¿Por qué?
El viento sopló con más fuerza, levantando polvo y hojas muertas. A lo lejos, el sol se hundía en el horizonte, pintando el cielo con tonos de fuego y ceniza, como si la naturaleza misma reflejara mi tormento. Pero nada de eso importaba. No había belleza que pudiera redimir el horror que tenía ante mí.
Me senté con el cuerpo torcido en el piso de mi habitación, mi rostro era semejante a una olla de presión, mis manos cubrieron mi rostro, y lloré como lo hace un doliente sin alma, mi grito lanzó un estrepitoso estruendo. En la cercanía de mi ventana existe un árbol que acoge a diferentes tipos de aves. Las Coracinas, los sinsontes y las Macgregorias pulchras emprendieron sus vuelos tras oir el rugido de mi horrible y perturbable llanto. Me ahogaba con mi propio aliento y el aire parecía viciado de veneno. Sentí unas manos abrazando mi cuello y eran las manos de María que pretendían reparar mi dolor, pero la tormenta de mi sufrimiento podía atravesar cualquier pared fácilmente y nada podía sostener el peso de mi furor.
Tenía la vulnerabilidad de un hombre abatido, con la furia de un alma destrozada. El dolor no era solo una emoción; era un animal salvaje que me devoraba desde adentro. Y en medio de ese abismo, algo oscuro y frío comenzó a crecer dentro de mí. No era solo tristeza. No era solo desesperación. Era otra cosa. Algo que aún no podía nombrar... pero que pronto conocería. Pensamientos de suicidio se aferraron a mi voluntad. El raciocinio de amargura nubló mis sentidos y mi capacidad de noción se estremeció.
El viento arrastró mis sollozos, como si el universo se negara a cargar con mi pena. Sentía el peso de la muerte en mi espalda, cada fotografía clavada en mi memoria como una herida que jamás cerraría. Pero entre el dolor y el vacío, algo se aferró a mi pecho con garras de hielo: rabia, tras el acrecentamiento de mi llanto se apagó mi cerebro y caí desmayado en el mármol doliente de el piso frío.
Horas después abrí mis vistas y seguí llorando sin parar. Mis ojos resultaban hinchados, pareciese como si abejas furiosas me hubiesen picado los párpados y las bolsas malares. Mi cuerpo tenía la flexibilidad de una barra de silicona. Mis enrojecidos ojos estaban drogados de abundante ira y ardor.
Recogí las fotos una por una, sintiendo su tacto áspero contra mis dedos temblorosos. Las observé una vez más, no solo como un hombre roto, sino también como un testigo de la brutalidad que me había sido arrebatado lo que más amaba.
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Editado: 11.03.2025