4 Años después, donde nada tiene sentido...
Eran las siete de la mañana y el calor aún no había comenzado su ataque. Reinaba una calma extraña, casi irreal, como si el mundo se contuviera a propósito, sabiendo que pronto iba a romperse. El cielo, pálido y quieto. Estaba esperando el momento justo para volverse insoportable. Abrí la puerta con cuidado, procurando no hacer mucho ruido al salir, ya que esta tiene un sonido escandaloso cuando se cierra. La cerré detrás de mí con un gesto lento, casi resignado para que solo haga, clic. Bajé los tres escalones del porche y sentí el aire fresco en la cara, era un respiro prestado de la madrugada antes de que el día se encendiera.
La camioneta me esperaba donde siempre, como un animal dormido. Una Ford Ranger Raptor negra, con su cuerpo cubierto de ese brillo suave que deja la noche. Me acerqué y la toqué, como quien toca algo sagrado.
Abrí la puerta del conductor y me senté. El asiento estaba firme, familiar. Giré la llave. El motor respondió con un rugido grave, profundo, como si recién despertara de un sueño intenso.
Frente a mí, la carretera se desplegaba como una herida abierta. Recta, vacía, infinita. Los campos a los costados eran una mezcla de muerte y resistencia: tierra seca, pasto quemado, manchas verdes que todavía peleaban por no desaparecer. Manejaba a 110 kilómetros por hora, pero sentía como si no avanzaba muy rápido. El horizonte seguía ahí, inmóvil, distante, igual de mudo que siempre.
Voy rumbo a Killeen. Donde mi padre espera ansioso mi visita. O al menos eso es lo que quiero creer. Pero ahora, en este momento, solo me concentro en el camino. Solo en esta línea que se estira y no termina, como si llevara dentro de ella todas las preguntas que no sé hacer.
Hay algo hipnótico en esta ruta. Las sombras se alargan como dedos sobre el asfalto, inquietas, suaves. El sol, aún bajo, ya anuncia su violencia con una luz blanca, dura, sin compasión. Es hermoso, sí, pero también cruel. Aquí el calor no llega: ataca.
Y cuando cae el mediodía, no se siente como una hora más. Se siente como un castigo. El aire se espesa, se vuelve plomo en los pulmones. El cielo baja, opresivo, sin nubes que lo suavicen. Respirar cuesta. Caminar es un acto suicida. No es valentía, es estupidez. Aquí nadie resiste mucho. Un paso más, una distracción, y el cuerpo se quiebra. El sudor se evapora antes de enfriarse. Los labios se abren como heridas. La vista se nubla. La piel se parte como tierra seca.
Alguien que camine bajo ese sol puede caer de rodillas en medio de la calle. Vencido. Roto. El sol lo envolvería y luego lo consumiría. Tras ello no quedaría ni rastro de una persona, sino solo una silueta borrosa, temblando entre las ondas del aire ardiente. Como si fuera un muñeco de paja al que le hubieran prendido fuego.
Quizás exagero demasiado. Pero es que a veces la realidad coquetea con lo absurdo, y uno ya no sabe bien dónde empieza una cosa y termina la otra.
Por ahora, sin embargo, la mañana sigue siendo un regalo. El aire entra limpio en los pulmones. Todo es sereno, contenido. Por un instante, el mundo parece en calma. Y yo avanzo. Sin prisa. Sin pausa. Como si el camino respirara conmigo. Detuve mi camioneta en un libre espacio plano de tierra amarilla, y luego se produjo en mí un silencio repentino. De inmediato pude sentir el frío que me calaba hondo, era producido por el aire acondicionado de mi vehículo.
En medio de mi ánimo sofocado por el llanto, se ciñó a mi alrededor un aura densa, de aliento sepulcral y melancólico, como si la misma atmósfera se hubiera vestido de duelo para acompañar mi desconsuelo.
Estando en aquel lugar observé la hacienda en donde viven unos amigos. Bueno, resulta que antes sí eran mis amigos. Después de que cometí un error impulsivo e innatural, ellos dejaron de serlo. Las líneas rectas de mi comportamiento se transformaron en curvas y quebradas. Ahora lo único que puedo hacer es mirar la hacienda desde afuera, que queda a tan solo unos cuantos metros de la carretera.
Allí las vacas dentro del corral hacen muuu y las gallinas vagabundean por el patio inmenso. Cacarean y remecen sus alas, picotean el piso de tierra negra con hierba desaliñada para tratar de hallar a unas cuantas lombrices.
A pesar de que reciben maíz en sus estómagos, las gallinas siempre se las arreglan para buscar sus postres en movimiento. Los cuatro perros Huskies Siberianos, ladran y aúllan al verme igual como hacen los lobos cuando estos tienen hambre. Los caballos dentro del establo, relinchan. Luego de mantener mi mirada vaga e inquieta, algo en el ambiente pareció rasgar la quietud del instante. Fue entonces cuando mis ojos se toparon con la silueta de un gato negro, de cola ondulada como una sombra que danza al ritmo de su propio misterio. Aquel enigmático animal, al que jamás había visto antes, clavó su mirada en la mía con una intensidad casi sobrenatural, una fijeza tan penetrante como irregular, como si desnudara mis pensamientos uno por uno.
Se encontraba trepado en la esquina del corral donde pastan las vacas, elevado como un centinela que observa desde su trono de madera gastada. La hondura de sus ojos amarillos me revolvió la mente, como si hubiese caído, sin darme cuenta, en el ojo de una tormenta silenciosa. Sentí un escalofrío recorriéndome la espalda, un estremecimiento sutil pero poderoso que me obligó, sin saber bien por qué, a quitarme el sombrero marrón —Cowboy Stetson— para rascarme con urgencia una picazón súbita, feroz, casi desesperante.
Volví a clavar mis ojos en los suyos con obstinación. Me aferré a aquel duelo mudo, determinado a quebrar su concentración felina, a hacer que desviara, aunque fuera por un segundo, aquella mirada que parecía conocer secretos que yo mismo desconocía de mí. Pero el tiempo se volvió denso, y la partida de miradas, un combate tan absurdo como hipnótico. Minuto tras minuto, aquel bigotón no solo resistía: dominaba. Me sentía arrastrado hacia un abismo sereno, vencido sin un solo movimiento.
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Editado: 15.09.2025