Las calles del pueblo estaban completamente vacías a pesar de la temprana hora. El aire estaba cargado de quietud, interrumpido solo por el distante tañido de la campana de la iglesia, llamando a la misa dominical. El tañido de las campanas reverberaba en el aire como si quisiera penetrar en cada rincón del pueblo, en cada fibra de su ser. Era un sonido profundo, ineludible, como un latido gigantesco marcando el tiempo que le quedaba. Con cada repique, Alicia sentía que el eco golpeaba su pecho, un recordatorio constante de la cuenta regresiva que la atormentaba. El sonido reverberaba entre las casas blancas de techos bajos, creando ecos que parecían flotar sobre las calles empedradas. Ahora lo entendía: todos los habitantes debían estar allí, cumpliendo con su fe, refugiándose en sus oraciones, creyendo en algo que les daba sentido.
Alicia se detuvo en mitad de la calle, el viento frío revolviendo su cabello oscuro. Miró hacia la pequeña iglesia al final de la colina, sus puertas abiertas de par en par como una invitación muda. Pero sus pies no se movieron. No había puesto un pie en una iglesia desde que tenía doce años, desde que su fe había muerto el mismo día que descubrió su poder.
Había crecido en el seno de una familia cristiana, llena de rituales y rezos antes de las comidas, con la Biblia siempre abierta en el salón de su casa. Habían intentado criarla con una fe sólida, enseñándole que todo tenía un propósito bajo el plan divino de Dios. Pero cuando, con solo siete años, vio por primera vez el futuro—el tacón roto de su madre y el posterior accidente—todo cambió. La inocente idea de que Dios protegía a todos se desmoronó. Y más aún cuando las premoniciones se volvieron frecuentes y cada vez más precisas. Entonces, una pregunta empezó a consumirla: ¿qué clase de fuerza divina le daría a una niña el peso insoportable de saber lo inevitable?
Respiró profundamente, tratando de apartar esos pensamientos. No era un buen momento para cuestionarse su lugar en el universo; llevaba días evitándolo, centrada únicamente en escapar de su destino. Había venido aquí, a este rincón apartado del mundo, porque era el único lugar que no encajaba con su visión. Había algo reconfortante en las llanuras abiertas y en el vasto mar que se extendía hasta el horizonte. Aquí no había acantilados ni bosques espesos, nada que coincidiera con la pesadilla que la había atormentado durante años.
Pero no podía escapar de sus recuerdos, ni de la claridad con la que se le presentaban los últimos días de su vida.
El sueño… siempre el mismo. La roca fría bajo sus pies, el aire golpeando su rostro, las olas rompiendo con furia en las piedras afiladas. Y luego el salto, la caída vertiginosa, su cuerpo lanzado al vacío como si la gravedad la reclamara con desesperación. La primera vez que soñó con ello, pensó que era una pesadilla sin más. Pero cada vez que tocaba a alguien y veía su futuro, el suyo propio regresaba con mayor intensidad, con detalles cada vez más nítidos. Hasta que, hace unas semanas, la visión finalmente lo reveló todo: el día, la hora, el lugar exacto.
“Será en mi cumpleaños número veintiséis”, se dijo a sí misma la mañana que lo descubrió.
Faltaban veintinueve días. Lo sabía con absoluta certeza, tan segura como sabía que el sol saldría cada mañana.
Cerró los ojos, intentando contener el nudo en su garganta. Recordó la conversación que tuvo con el único ser humano que entendía su dolor.
El eco de las campanas le recordó otro sonido: el chirrido metálico de un tren deteniéndose en una estación desierta. Cerró los ojos, y la memoria se desplegó como una escena grabada en su mente. La primera vez que vio a otra persona como ella, fue en una estación de tren casi desierta, un día gris de finales de otoño hará unos tres años. El aire estaba impregnado con el olor metálico de la lluvia reciente, y las gotas que aún colgaban de las farolas goteaban lentamente sobre los andenes. Alicia estaba sentada en un banco de madera desgastado, con las manos enterradas en los bolsillos de su abrigo. Frente a ella, las vías del tren se extendían como dos líneas infinitas, rectas y paralelas, perdiéndose en la niebla. Esperaba un tren, pero no para llegar a ningún lugar en particular. Solo quería moverse, alejarse, dejar atrás la opresión de un destino que parecía inamovible.
El ruido de unos pasos la sacó de sus pensamientos. Levantó la vista justo a tiempo para ver a una mujer alta y elegante caminando con calma por el andén. Llevaba un abrigo largo, negro como el carbón, y su cabello, recogido en un moño suelto, tenía mechones plateados que brillaban bajo las débiles luces de la estación. La mujer sostenía un libro en una mano, pero parecía distraída, como si estuviera buscando algo, o tal vez a alguien.
Alicia bajó la mirada de inmediato. Evitaba el contacto con las personas tanto como podía, especialmente en lugares cerrados como aquel. Sabía que un simple roce, una caricia accidental, podría desencadenar otra premonición. Sus dedos temblaban al recordarlo, el eco de imágenes y sensaciones que no podía controlar ni detener. Pero el destino, siempre astuto, tenía sus propios planes.
El libro de la mujer resbaló de sus manos y cayó al suelo, justo frente a Alicia. El ruido seco del impacto hizo que ambas reaccionaran al mismo tiempo.
—Perdón —dijo la mujer, inclinándose para recogerlo.
Alicia se apresuró a hacer lo mismo, sin pensar. Sus dedos rozaron los de la mujer por un instante, y entonces sucedió.
El mundo alrededor de Alicia se desvaneció. Sus sentidos se nublaron, y en su mente estalló una imagen vívida y aterradora: un incendio. Grandes llamaradas se alzaban hacia el cielo, consumiendo paredes de madera, el calor era asfixiante. En medio del caos, una figura femenina caminaba entre las llamas, serena y sin miedo. La mujer no intentaba escapar. Simplemente aceptaba el fuego como si fuera un viejo amigo que venía a buscarla. Y entonces, la visión se desvaneció, dejándola aturdida y jadeante.