Uno de mis pasatiempos predilectos era visitar la tienda de cómics. No
siempre compraba algo antes de volver a casa, pero me entretenía el tiempo
suficiente como para no hacer nada peor, así que me sabía de memoria la
que quedaba más cerca de casa. Conocía cada estante, cada empleado, cada
oferta, cada precio… Se había convertido en uno de mis sitios favoritos.
Por eso me gustó que los demás vinieran conmigo. Especialmente Jenna,
que nunca había estado en una. Admito que esperaba un poco más de
emoción de su parte, pero me conformé con que se interesara por algún
cómic.
Sin embargo, estuvimos menos tiempo del habitual y, por si eso fuera
poco, de camino a casa se puso a llover. A Jenna no le quedó otra que subir
al piso con nosotros, y mi mirada se desvió varias veces mientras
cruzábamos el pasillo. Tenía el pelo y la ropa empapados y pegados a la
piel. Nunca la había visto de ese modo, y me llamaba la atención en todos
los sentidos.
Ya en mi habitación, me resultó más difícil disimular, así que abrí
rápidamente un cajón y me puse a buscar la ropa más pequeña que tenía. Cualquier cosa serviría para distraerme.
—Seguro que mi madre está convulsionando ahora mismo en casa —
murmuró Jenna, frotándose los brazos.
La miré con curiosidad.
—Siempre hablas de tu familia como si tu madre fuera histriónica.
Su risa suave hizo que se le sacudiera el cuerpo, y cerré los ojos un
momento. Luego me volví para concentrarme en la cómoda como si mi vida
dependiera de ello.
Tú puedes, colega. La mente, fría.
—No lo es —aseguró ella—. Bueno, al menos, no está confirmado. Pero
se preocupa mucho. Muchísimo. Demasiado.
—¿Y eso es malo? —Aproveché la pausa para enseñarle las dos
sudaderas que había estado buscando—. Elige la que quieras. Son las más
pequeñas que tengo.
Y necesitaba que se pusiera algo. Urgentemente. Pues en ese momento
solo llevaba una camiseta interior de tirantes. Nunca la había visto con tan
poca ropa, y no estaba muy seguro de cómo me sentía al respecto.
A ver, sí, me ponía cachondo. ¿Eso me convertía en mala persona? Pero
¿cómo no iba a ponerme un poquito? Era una chica atractiva, me lo pasaba
genial con ella y cuanto más hablábamos mejor me caía. Resistiría la
tentación, pero no estaba hecho de piedra, ¡claro que me atraía!
Cuando se agachó para observar las sudaderas, me quedé mirando la
pequeña curva de su abdomen, sus pechos y esa cintura marcada por la
prenda mojada. Vale, sí. Un poco cachondo sí que me ponía, eso no podía
negarlo.
Sin embargo, lo que en realidad me preocupaba era que no se trataba del
mismo tipo de atracción al que estaba acostumbrado.
Normalmente, cuando alguien me gustaba, no me lo pensaba tanto antes
de expresarlo. Sin embargo, con ella era distinto. Para empezar, Naya me
cortaría los huevos en cuanto insinuara un mínimo movimiento. Además, aunque me apetecía… ¿por qué sentía que no era lo correcto? Si llegara a
hacerlo, la culpabilidad se apoderaría de mí. Estaba segurísimo. Y mi
reticencia se debía, sobre todo, a que no creía que Jenna se mereciera
aquello.
Eso me hizo pensar en todas las personas con las que había actuado sin
cuidado.En su momento, no le di muchas vueltas. Era un modo de pasar el
tiempo, de acostarme con alguien sin el peso del compromiso. Sin embargo,
por primera vez, me pregunté si me había portado mal con todas ellas, si
siempre me había quejado de que la gente me utilizara mientras que yo
había acabado utilizando a todo el mundo.
En fin, reflexiones al margen… no podía poner un dedo encima de Jenna.
Tocaba mirar, babear y aguantarse.
Así me gusta.
Quizá debería echar un polvo. Seguro que eso me calmaría. Todavía tenía
el número de esa chica del bar. Aunque, pensándolo bien…, ¿no era aquello
lo que intentaba evitar con Jenna?, ¿aprovecharme de ella?
—No es malo —me dijo ella, pero ya no sabía ni de qué hablaba. Tardé
unos instantes en volver a centrarme—. Pero puede llegar a agobiar. ¿Tu
madre no te llama continuamente para saber cómo estás?
Hablar de mi madre casi hizo que me distrajera y dejara de mirarla como
un desquiciado.
—¿Mi madre? —murmuré—. No, ni de lejos.
No lograba imaginármela preocupándose por mi vida. Al menos, no en el
sentido que ella decía. Cuidaba de ciertas cosas, pero de otro modo.
Por algún motivo, Jenna dejó de moverse y me miró con cierta lástima.
—¿Te llama poco?
—No lo hace mucho. —Me tensé al advertir mi entonación, y agradecí
que me distrajera dándome la sudadera que no quería—. Pero nunca ha sido
de las que llaman constantemente para saber cómo estás.
Por suerte, el tema murió deprisa. Jenna se había hecho con la sudadera de la silueta de Pumba. Sonreí.
—No sé por qué, pero me imaginaba que cogerías esa.
—Es la elegida.
Acto seguido, me miró fijamente. No entendí nada. ¿Por qué no
empezaba a quitarse la ropa?
—¿A qué esperas? —quise saber, impaciente—. ¿A que aplauda?
—No. A que te vayas.
—¿Yo? ¿Por qué? Quiero quedarme.
—¡Me tengo que cambiar!
—Pues precisamente por eso quiero quedarme.
—¡Ross!
—¡Vale, vale!
Había fingido que se enfadaba, pero estaba claro que se lo había tomado
con humor. Sonreí y salí de la habitación para dejarla sola. Me pregunté, ya
de paso, qué pensaría si supiera que yo no había bromeado en absoluto.
Esa noche se marchó más temprano de lo habitual y no oculté mi
decepción cuando le preguntó a Will si podía acercarla a la residencia. ¿Por
qué se lo pedía a Will y no a mí? ¿Es que no teníamos la suficiente
confianza?
Con la misma cara que habría puesto si me hubiera dejado, miré cómo
desaparecía; no me di cuenta de mi expresión hasta que oí la risita de Naya.
Me volví, irritado, y vi que ella y Sue sonreían con maldad.
—No sé qué os hace tanta gracia.
—Sigue pasando de ti, ¿eh? —se burló Sue.
—No pasa de mí, es que no he intentado hacer nada.
—Aunque lo intentaras, pasaría de ti —aseguró Naya con altivez—. Está
coladita por su novio.
Estuve a punto de caer en la provocación y cabrearme, pero recordé que
se trataba de Naya y que, con tal de provocar a la gente, era capaz de decir
cualquier cosa. No me creía que Jenna estuviera tan pillada por su novio. Algo en su modo de actuar cuando estábamos a solas me daba esperanzas.
Y estaba seguro de que no eran imaginaciones mías, pues si Naya y Sue se
estaban burlando, significaba que también habían notado algo.
Además, había otra cosa. No estaba muy seguro de cuál; aun así, no
podía ignorarla: algo en la forma en que hablaba de él y de la relación que
mantenían, algo en su modo de actuar. Me generaba una sensación muy
familiar y, por algún motivo, me dejaba muy mal cuerpo.
—¿En serio? —la provoqué yo—. No me toques los huevos, Naya. Estoy
siendo muy bueno, pero también puedo cambiar de opinión y hacer lo que
me venga en gana.
Ella dio un brinco, irritada.
—No serías capaz.
—Ponme a prueba. ¿Quieres que me ligue a mi querida Jen?
No la había llamado así en mi vida. De hecho, acababa de inventármelo
sobre la marcha. Pero solo por ver la expresión de rabia de Naya, valió la
pela cada letra.
—No es tu querida nada —me aseguró—. Es mi amiga. Eso es lo que es.
—Lo que tú digas.
—No provoques a Ross —le recomendó Sue tranquilamente— o su Jen
no querrá volver a salir con nosotros.
Empecé a reírme nada más ver la cara de Naya al repetirle el apodo. En
cualquier momento le saldría humo de las orejas.
—¡No te rías tanto! —la advirtió—. Ya sé que te tiraste a Terry. ¿A que le
cuento a Jenna lo que pasó la noche que Terry te intentó besar? Seguro que
le encantaría oírlo.
Ahora yo me irrité y ella se rio. Capulla.
—¡Eso es jugar sucio!
—¡Igual que tú!
—Pero ¡yo admito que siempre juego sucio!
—¿Llegaréis a alguna conclusión o esta conversación continuará vagando sin rumbo? —murmuró Sue.
Miré a Naya como si esperara que ella tuviera la respuesta. Al cabo de
unos segundos, suspiró con cierto aire de derrota. Y así finalizó nuestra
discusión.
Quizá lo de acudir a una cita no había sido tan buena idea, después de todo.
Me encontraba en el mismo bar en el que habíamos visto a Mike con su
banda; esta vez, sentado en la barra. La chica que me había hablado por
mensajes —ahora sabía que se llamaba Emily— estaba a mi lado. No había
dejado de hablar desde que habíamos tomado asiento.
No era mala chica, pero no me lo estaba pasando ni la mitad de bien de lo
que debería. Apreciaba su guapura y simpatía, también los encantos que
tenía; sin embargo, no lograba que me interesara. Era como si tuviera la
cabeza en otro sitio.
—Bueno —concluyó en algún punto de la cita—, ¿y tú qué? ¿No vas a
decir nada?
No tenía mucho que contar. En todo el día solo había editado guiones de
cortos y no me parecía una actividad muy entretenida; además, seguía
medio muerto del asco.
Aun así, hice un esfuerzo y me tomé un trago de mi bebida. Fue todo lo
que necesité para sonreírle.
—¿Qué quieres saber?
—No sé. ¿A qué te dedicas?
—Estoy estudiando para ser director de cine.
Ella me devolvió la sonrisa, pero no se interesó mucho por el tema.
—El cine está bien —opinó—. Yo estoy en biología. No me convencía
mucho, pero es lo único que me gusta, así que…
Y continuó hablando, pero dejé de escucharla. La contemplé. Tenía el
pelo oscuro y recogido en un moño, se había puesto una blusa fina y
pintado los labios de rojo. Claramente, se había arreglado para verse conmigo, había hecho un esfuerzo, y continuaba haciéndolo para mantener
una conversación.
¿Por qué me parecía todo tan vacío, entonces? Tan solo hablábamos
porque necesitábamos un preludio antes de echar un polvo, igual que en
todas las otras citas de ese tipo. Estaba acostumbrado a esas situaciones,
¿por qué ese día me pareció tan absurdo?
Me abrumaba la misma sensación cuando se subió a mi coche y la llevé a
su casa. Por el camino, canturreó una canción de la radio mientras yo
contemplaba la carretera.
Cuando aparqué frente a su bloque, sí que se volvió hacia mí. Me
sorprendió verla insegura.
—¿No te ha gustado la cita? —preguntó.
Oh, mierda.
—Ha estado muy bien —mentí, descaradamente.
—No hace falta que mientas, Ross…
—Mira…, no es que haya estado mal, ¿vale? Es que hoy estoy cansado,
me has pillado en un mal día.
Emily me contempló unos instantes y, finalmente, decidió caer en la
mentira piadosa. No subiría a su casa, ya se lo había dejado claro.
Aun así, se quitó el cinturón, me colocó un dedo en el mentón y me ladeó
la cabeza para besarme. No sé por qué, pero permití que lo hiciera. Y se le
daba bien, la verdad. Me dejé llevar por la sensación de sus labios cálidos
sobre los míos durante, seguramente, uno o dos minutos.
Pero entonces se separó con una sonrisa.
—Si algún día te sientes más animado… ya sabes cómo localizarme.
Hasta luego, Ross.
Y ahí acabó mi cita.
Hacía tanto tiempo que no concluía una cita sin un polvo que no supe
cómo me sentía. Sobre todo, porque había sido yo quien lo había saboteado.
Volví al piso con los hombros hundidos, y ni siquiera Sue se atrevió a hacer ningún comentario cruel al respecto. Supongo que percibió que no estaba de
humor.
Me duché, me puse el pijama y cené algo rápidamente frente al televisor.
Después corregí uno o dos guiones más, me metí en la cama, y a soñar con
los angelitos. Esa fue mi noche loca.
Hasta que el móvil sonó en mitad de la noche. Abrí los ojos, confuso, y
me quedé mirando la pantalla sin llegar a ver nada.
Como fuera el idiota de Mike…
—Seas quien seas… —murmuré con la voz pastosa del sueño—, ¿sabes
qué hora es?
—Necesito tu ayuda.
No era la voz de mi hermano. Confuso, permanecí unos instantes en
silencio.
—¿Jenna?
—Sí. Soy yo. ¿Puedes hacerme un favor?
Sonaba ansiosa, y se activaron mis alarmas.
—¿Qué pasa?
—Naya me ha llamado llorando para que fuera a buscarla, pero…, eh…,
mira, no puedo explicártelo todo, pero ¿crees que podrías acompañarme a
recogerla?
Espera, ¿era esa clase de favor?
Y tú que ya ibas a por condones…
A callar.
—¿Por qué no ha llamado a Will? —le pregunté.
—Ha dicho que no quería que le dijéramos nada.
—¿Sabes lo que me hará si se entera de que no le he avisado?
—Lo mismo que me hará Naya a mí si Will se entera de algo.
—Bueno, pero una cosa es lo que diga ella y otra muy distinta es lo
mej…
—Ross —susurró—, por favor.