Trillizas del jefe. Capítulo 6: Un error necesario
Narrado por Alejandro
Si alguien me hubiera dicho que pasaría mi mañana en casa de Victoria, cuidándola a ella y a tres pequeñas terremotos, me habría reído en su cara.
Pero ahí estaba.
—Toma —le tendí un vaso con agua y una pastilla—. Tienes que bajarte la fiebre.
Victoria, recostada en el sofá con una manta encima, me miró con una mezcla de incomodidad y agradecimiento.
—No tenías que quedarte.
Rodé los ojos.
—Ya empezaste con eso otra vez.
—Es que es verdad… —murmuró, tomando la pastilla de mala gana.
Las trillizas corrían por la sala, jugando con unos muñecos, aunque de vez en cuando nos lanzaban miradas furtivas. Me observaban.
Como si estuvieran esperando algo.
—Señor serio —dijo Lucía de repente—. ¿Se va a quedar a vivir con nosotras?
Victoria casi se ahoga con el agua.
Yo solté una risa baja.
—No lo creo, pequeña.
—¿Y si quisiéramos que sí? —preguntó Sofía con inocencia.
Miré a Victoria, que evitó mi mirada.
—Mejor vayan a jugar a su cuarto —dije con calma.
—Está bien… —suspiraron.
Cuando se fueron, Victoria apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y cerró los ojos.
—Lo siento. No sé por qué están tan obsesionadas contigo.
—Tal vez porque soy encantador.
Abrió un ojo, fulminándome con la mirada.
—No bromees.
Sonreí un poco, pero entonces noté algo preocupante. Sus mejillas estaban más rojas.
Me incliné y toqué su frente.
Ardía.
—Sigues con fiebre.
—Estoy bien —murmuró.
—No, no lo estás.** Necesitas descansar.**
Intentó levantarse, pero la sujeté suavemente por los hombros.
—Victoria, déjate cuidar.
Ella levantó la mirada y nuestros ojos se encontraron.
La proximidad hizo que mi respiración se ralentizara.
Había algo en su expresión…
Algo roto, algo vulnerable.
Su boca se entreabrió como si fuera a decir algo, pero en lugar de eso…
Me besó.
Sus labios estaban cálidos, suaves, con un temblor apenas perceptible.
Fue un beso fugaz, como un susurro.
Pero sentí todo.
Mis manos se tensaron en sus hombros, pero no la aparté.
Cuando se separó, tenía los ojos muy abiertos, como si se diera cuenta del error que acababa de cometer.
—Yo… —susurró.
—No pasa nada —dije en voz baja.
Pero pasaba.
Porque yo no debería haber sentido lo que sentí.
Y porque Victoria, enferma o no, acababa de abrir una puerta que tal vez ninguno de los dos podría cerrar.