El día siguiente amaneció diáfano. Un cielo limpio, cruzado apenas por hilos de nubes blancas, cubría el valle. Valeria despertó temprano, el canto de los zorzales colándose por la ventana abierta. Agradecida por la paz que sentía, se levantó decidida a visitar el mercado.
El mercado del pueblo, instalado cada sábado en la explanada cercana a la plaza, era un estallido de colores y aromas. Valeria avanzaba entre los puestos cuando, de pronto, una voz masculina la llamó.
—Valeria, qué sorpresa verte aquí.
Era Don Aurelio, un amigo de la familia, dueño de una de las haciendas cercanas.
—Don Aurelio —saludó ella con calidez—. Cuánto tiempo sin verlo.
El hombre, de bigote canoso y mirada sagaz, sonrió.
—Me alegra verte de nuevo por estas tierras. Tu abuela habla mucho de ti. Dicen que ahora eres enfermera.
—Así es. He venido a cuidarla un tiempo.
—Harás bien —dijo él asintiendo—. Es una mujer fuerte, pero los años no perdonan. Si necesitas algo, no dudes en decírmelo.
Valeria agradeció su gentileza y siguió su recorrido. Compró algunas frutas y flores, y al salir del mercado se topó nuevamente con Gabriel.
—Buenos días —dijo él, con una media sonrisa.
—Buenos días. ¿Otra vez tú? —bromeó ella.
—El pueblo es pequeño, ¿recuerdas? Aquí todos terminamos cruzándonos varias veces al día.
Caminaron juntos hacia la plaza. Gabriel llevaba una bolsa de semillas y un cuaderno con notas.
—¿Trabajas hoy? —preguntó Valeria.
—Sí, tengo que visitar unas parcelas en las laderas. Estamos probando nuevas variedades de café. ¿Te gustaría acompañarme?
Ella dudó un instante, pero su curiosidad ganó.
—Claro, me encantaría.
Subieron por los caminos empedrados que ascendían a las chacras de altura. El aire fresco y puro llenaba sus pulmones. Las plantas de café se extendían a lo largo de las laderas, sus hojas verdes brillando bajo el sol.
Mientras Gabriel revisaba las plantas y tomaba notas, Valeria lo observaba. Su concentración, la paciencia con la que hablaba con los agricultores, la pasión con que explicaba las técnicas, todo en él reflejaba el amor por su tierra.
—Siempre supiste que querías quedarte, ¿verdad? —le preguntó ella mientras descansaban bajo la sombra de un molle.
Gabriel levantó la vista.
—Sí. Hubo un momento en que pensé en irme, como tú. Pero después comprendí que, si todos nos íbamos, nadie quedaría para cuidar lo nuestro.
Valeria bajó la mirada, pensativa.
—Yo no lo entendí entonces.
Gabriel sonrió con suavidad.
—No te juzgo. Todos buscamos nuestro camino de diferentes maneras.
El sonido de los zancudos y el murmullo lejano del río llenaban el aire. Valeria respiró hondo y, por primera vez en mucho tiempo, se sintió ligera.
Al volver al pueblo, pasaron por la capilla de San Sebastián. La fachada de adobe blanco y techo de tejas lucía igual que siempre. En la puerta, Doña Juana, la encargada, los saludó.
—Gabriel, justo te buscaba. ¿Puedes ayudarme a mover unas bancas?
Él asintió y se giró hacia Valeria.
—Me tardaré un poco. ¿Nos vemos más tarde?
—Claro. Voy a casa de mi abuela.
Mientras él se alejaba, Valeria sintió un cosquilleo en el estómago. Caminó hacia su hogar con paso tranquilo, al llegar, encontró a Teodora sentada en el patio, remendando una manta.
—Abuela —la llamó suavemente.
La anciana levantó la vista y sonrió.
—Hijita, ven siéntate. Cuéntame, ¿cómo fue tu día?
Valeria se sentó a su lado y comenzó a relatarle todo. La visita al mercado, el paseo a las chacras, la conversación con Gabriel. Teodora la escuchaba con atención, sin interrumpirla.
—Él siempre te esperó —dijo finalmente la anciana con un dejo de nostalgia—. Nunca dejó de preguntar por ti.
Valeria sintió que sus mejillas se encendían.
—Han pasado muchos años, abuela. Tal vez sea tarde.
Teodora la miró con sabiduría.
—El tiempo no borra lo que está sembrado en el corazón. Y aquí, hija, las cosechas tardías suelen ser las más dulces.
Valeria sonrió y tomó la mano de su abuela. Sintió que, en ese instante, una pequeña raíz se aferraba nuevamente a su tierra natal.
Esa noche, Valeria comprendió que su regreso no era solo para cuidar a Teodora. Su corazón la había traído de vuelta para algo más profundo, algo que aún debía descubrir.
Y así, en el primer susurro de la brisa nocturna, el destino comenzaba a tejer de nuevo los hilos de su historia.
Al día siguiente, el amanecer pintaba de dorado los cerros que abrazaban el Valle del Milagro. El canto de los gallos y el rumor lejano del río anunciaban un nuevo día. Valeria, aún adormecida, se estiró en la cama. La familiaridad del aire fresco que se colaba por la ventana de madera la reconfortaba.