Tu Bello CorazÓn

CAPÍTULO IV

El amanecer despuntaba sobre el Valle del Milagro, tiñendo de oro las cumbres y despertando las chacras aún cubiertas por el rocío. Valeria salió al corredor de la casona con una taza de mate de muña entre las manos. Desde allí contemplaba el ir y venir de los jornaleros que, desde temprano, iniciaban su trabajo en los campos.

Gabriel había partido al canal de San Sebastián desde la madrugada para inspeccionar los trabajos de limpieza tras la disputa reciente. La inquietud no abandonaba el pecho de Valeria; las conversaciones con su abuela la noche anterior le habían revelado detalles que no conocía.

—Abuela —preguntó mientras la ayudaba a doblar mantas—, ¿qué sabes de las disputas entre la familia Paredes y la familia Aquino?

Teodora dejó la manta a un lado y se acomodó en la silla.

—Ay, hija, esas son rencillas viejas. Vienen desde la época en que tus bisabuelos cultivaban estas tierras. Los Paredes y los Aquino siempre compitieron por el control del agua y las mejores parcelas. Hubo épocas en que las cosas se calmaron, pero… —suspiró— siempre queda la espina.

Valeria frunció el ceño.

—¿Y Gabriel? ¿Su familia…?

—Gabriel es Aquino —respondió su abuela, mirándola con serenidad—. Su padre fue un hombre terco, pero trabajador. Y su madre, una mujer de corazón noble, que intentó muchas veces reconciliar a las familias.

Valeria sintió una punzada en el pecho. No solo estaban en juego los sentimientos que revivían entre Gabriel y ella, sino también la compleja historia de sus ancestros.

Más tarde, decidió visitar la biblioteca comunal del pueblo, un edificio antiguo de paredes encaladas y estantes de madera pulida. Allí encontró a don Matías, el bibliotecario, un hombre enjuto de cabello blanco que conocía los secretos del valle mejor que nadie.

—Don Matías, ¿puedo revisar los registros comunales antiguos? —preguntó con cortesía.

—Claro, señorita Valeria —respondió con una sonrisa amable—. Sígame.

En una sala pequeña y polvorienta, don Matías le mostró un conjunto de cuadernos de actas, documentos de propiedad y viejas fotografías sepia. Con paciencia, Valeria empezó a revisar los textos. Entre las páginas, descubrió actas de reuniones donde se mencionaban disputas por linderos, acuerdos de agua y enfrentamientos entre apellidos que se repetían una y otra vez.

En un documento de 1974, leyó con atención:

"Se acuerda por mayoría que las aguas de la quebrada de San Sebastián sean compartidas entre las haciendas Paredes y Aquino, con turnos alternados cada quincena. Cualquier incumplimiento será sancionado por la junta comunal."

—Interesante —murmuró—. Esto podría ayudar a resolver el conflicto actual.

Pero lo que más la sorprendió fue una fotografía al pie del documento. Dos hombres se daban la mano, con sonrisas tensas pero firmes.

—Ese de la derecha es don Lucho Aquino, abuelo de Gabriel —comentó don Matías, asomándose por encima de su hombro—. El otro es don Ernesto Paredes, tu tío abuelo.

Valeria guardó silencio. Aquella imagen condensaba décadas de tensiones que ahora, tal vez, ella y Gabriel tendrían que resolver.

Cuando salió de la biblioteca, el sol ya estaba alto. Se dirigió a la parcela experimental, donde Gabriel supervisaba a los agricultores. Al verla llegar, él dejó las herramientas y se acercó.

—¿Todo bien? —preguntó, limpiándose el sudor de la frente.

—Necesitamos hablar —dijo ella con firmeza—. Sobre nuestras familias. Sobre el pasado.

Gabriel la miró con seriedad y asintió.

—Sí, Valeria. Ya es hora de que pongamos las cartas sobre la mesa.

Se dirigieron juntos a un banco de piedra bajo un árbol de jacarandá, cuyas flores lilas caían como lluvia silenciosa.

—Estuve en la biblioteca —empezó ella—. Vi los documentos de la junta comunal y una fotografía de tu abuelo con mi tío abuelo.

Gabriel bajó la mirada, pensativo.

—Sí. Ellos intentaron una reconciliación hace años. Fue frágil… pero duró un tiempo.

—¿Y qué pasó? —preguntó Valeria.

—Hubo una sequía fuerte en los ochenta. La disputa por el agua se reavivó. Acusaciones cruzadas… la confianza se rompió. Desde entonces, las familias se mantuvieron distantes. Cuando tú y yo éramos adolescentes, las cosas estaban más calmadas, pero la desconfianza nunca desapareció.

Valeria suspiró.

—Gabriel, no quiero que lo que estamos construyendo tú y yo se vea afectado por esas viejas rencillas.

Él le tomó la mano con calidez.

—Tampoco lo quiero. Pero para eso debemos enfrentar los fantasmas juntos.

En ese instante, un campesino se acercó corriendo, visiblemente alterado.

—Gabriel, señorita Valeria, disculpen que interrumpa… pero tienen que venir. Ha llegado una notificación del juzgado de la provincia.

—¿Del juzgado? —preguntó Gabriel, sorprendido.

—Sí. Al parecer, hay una demanda de propiedad sobre las tierras de San Sebastián… y la ha presentado un tal Ernesto Paredes.

Valeria palideció. Su tío abuelo, el mismo que figuraba en los documentos, había vuelto a mover las piezas.

—Debemos ir ahora mismo —dijo Gabriel con firmeza.

Valeria asintió, sintiendo que lo que hasta ahora había sido solo una tensión latente estaba a punto de estallar.

El camino hacia la capital provincial serpenteaba entre las lomas cubiertas de pastos verdes y cafetales. Valeria y Gabriel viajaban en la camioneta del comité agrícola. Ambos permanecían en silencio, sumidos en pensamientos que no necesitaban ser compartidos en voz alta.

Cuando llegaron al juzgado, un edificio sobrio de paredes blanquecinas, el sol del mediodía caía implacable sobre las calles empedradas. Un secretario los recibió con un gesto amable y los condujo hacia la oficina del juez de paz.

Sentado al otro lado del escritorio, aguardaba un hombre de rostro enjuto y mirada fría: Ernesto Paredes. A pesar de los años, conservaba el porte altivo de los hacendados antiguos. Se levantó con lentitud, apoyándose en un bastón tallado, y los saludó con una inclinación de cabeza.




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