El aire fresco de la mañana se filtraba entre las ramas de los cafetales, trayendo consigo el murmullo suave del río que serpenteaba cerca del pueblo. Valeria, aún con las primeras luces del alba, caminaba hacia la plaza principal con un cuaderno en mano, la misma libreta donde desde adolescente solía anotar las historias que su abuela le contaba.
Gabriel, desde su taller de herramientas agrícolas, la observaba con una mezcla de nostalgia y admiración. A pesar de los años, la silueta de Valeria seguía evocando en él la misma emoción que lo había embargado cuando eran apenas unos adolescentes.
—¿Siempre tan madrugadora? —preguntó Gabriel mientras se acercaba a ella, dejando a un lado las piezas de metal que estaba arreglando.
—Siempre —respondió Valeria con una sonrisa leve—. Creo que las montañas nunca me dejaron dormir mucho tiempo, ni siquiera en la ciudad.
Gabriel sonrió suavemente.
—A veces pienso que el Valle nunca nos deja ir del todo. Aunque partamos lejos, algo de estas tierras se queda latiendo adentro.
Valeria lo miró con los ojos encendidos por la claridad de la mañana.
—Tienes razón. Y ahora que estoy de vuelta, siento que el tiempo no ha pasado tan rápido como creí.
Caminaron juntos hacia el mercado, donde las primeras caseras comenzaban a instalar sus puestos de frutas, flores y panes recién horneados. Los aromas cálidos de las guaguas de pan y las canastas llenas de tumbo y chirimoya perfumaban el aire.
—Han organizado una reunión comunitaria esta tarde en el centro cultural —comentó Gabriel mientras escogía unas naranjas jugosas—. Vamos a hablar sobre el proyecto de riego que quiero proponer para las chacras.
Valeria levantó la mirada con interés.
—¿Todavía sigues con esos sueños, Gabriel?
Él asintió con determinación.
—Más que nunca. Creo que es momento de tender puentes, no solo de agua, sino también entre las familias. Demasiadas viejas disputas han separado a la gente por generaciones.
Valeria suspiró, recordando las tensiones entre las familias Paredes y los Aquino, sus propios parientes lejanos.
—¿Y crees que una reunión baste para sanar todo eso?
—No lo sé —dijo Gabriel encogiéndose de hombros—. Pero si no lo intentamos ahora, ¿cuándo?
Valeria bajó la vista a su cuaderno.
—Quizás también deba retomar algo que dejé inconcluso.
—¿A qué te refieres? —preguntó Gabriel, curioso.
Ella esbozó una sonrisa enigmática.
—A las historias. A esas memorias que solo se guardan cuando se escriben. Tal vez sea el momento de contarlas, para que no se pierdan.
Gabriel la miró con admiración genuina.
—Siempre supe que tú ibas a darle voz a esta tierra, Valeria.
Ella sonrió con un matiz de melancolía y esperanza.
—Quizás entre tus riegos y mis palabras, podamos hacer florecer algo nuevo.
Gabriel tomó las naranjas y las guardó en su bolsa.
—Nos vemos en la reunión entonces. Me gustaría que estuvieras ahí.
—Claro que sí —respondió Valeria—. No faltaré.
Ambos caminaron por la plaza, bajo la mirada cómplice de las montañas que los rodeaban, como si la tierra misma aprobara aquel nuevo comienzo.
El sol se colaba entre las ramas de los guayacanes, tiñendo de ámbar las orillas del río que discurría al pie del puente colgante de San Sebastián. A esa hora de la tarde, el rumor del agua se entrelazaba con el canto lejano de las aves y el vaivén de las hojas agitadas por la brisa. Valeria avanzaba despacio, con el corazón palpitando en un compás que le era familiar y desconocido a la vez. Llevaba años sin pisar aquel sendero empedrado que tantas veces recorriera de niña.
El puente colgante, con sus tablones de madera envejecida y sus sogas gruesas ancladas en las rocas, se alzaba como un testigo silente de las promesas que una vez se cruzaron allí.
—Nunca pensé que volvería a caminar hasta aquí tan pronto —murmuró Valeria, dejando que sus dedos rozaran la baranda de soga mientras avanzaba.
Del otro lado, Gabriel ya la esperaba. Su silueta recortada contra la luz crepuscular parecía aún más alta que en su memoria. Vestía una camisa de lino clara, arremangada, y un pantalón de gabardina que dejaba ver sus botas cubiertas de polvo. El sombrero de ala ancha descansaba en su mano izquierda, mientras su mirada fija se perdía entre las aguas turbulentas que reflejaban el cielo anaranjado.
Valeria inspiró hondo y cruzó el puente. Cada paso resonaba hueco bajo sus pies, como si las tablas repitieran el eco de antiguas conversaciones. Cuando llegó frente a Gabriel, por un instante, ninguno de los dos habló. Solo los pájaros y el viento tejían una melodía entre ellos.
—Gabriel —susurró finalmente, rompiendo la distancia con su voz.
Él alzó la mirada y sus ojos oscuros se suavizaron. Una mueca apenas perceptible curvó la comisura de sus labios.
—Pensé que no vendrías —dijo con serenidad—. Este lugar... lo elegiste tú.
—Lo elegimos juntos —corrigió ella, dejando que la nostalgia aflorara con dulzura—. Aquí fue donde nos prometimos no olvidar nunca lo que éramos.
Gabriel asintió despacio, bajando la vista hacia el río.
—Y sin embargo, olvidamos. O al menos intentamos.
El silencio que siguió no fue incómodo, sino cargado de las palabras no dichas durante tantos años. Valeria se acercó y apoyó ambas manos en la baranda de soga, contemplando cómo las aguas golpeaban las piedras.
—Mi abuela me contó que los antiguos decían que si uno dejaba una promesa suspendida sobre el río, las aguas no la llevaban, solo la guardaban —dijo con un dejo de melancolía—. Quizá nuestras palabras siguieron aquí, esperando.
Gabriel esbozó una sonrisa suave, casi imperceptible.
—Siempre fuiste más poética que yo, Valeria.
Ella lo miró de reojo.
—No lo olvidé, ¿sabes? A ti. A este lugar. Solo que… la vida allá afuera me arrastró más rápido de lo que pude resistirme.