—Mañana debo ir a la cooperativa. ¿Quieres acompañarme? —preguntó Gabriel.
—Claro, vamos.
El local de la cooperativa agrícola era una construcción modesta, pero bien mantenida. En su interior, un grupo de agricultores —hombres y mujeres de diversas edades— conversaba animadamente sobre los preparativos de la cosecha. Gabriel los saludó con familiaridad, y pronto Valeria fue presentada a todos.
—Ella es Valeria, nieta de Doña Teodora —anunció Gabriel con una sonrisa—. Vuelve después de varios años y quiere colaborar con nosotros.
—Ah, la hija de Eulogio —exclamó un hombre mayor, de bigote canoso—. Tu padre era buen negociador. Siempre supo mediar entre los Paredes y los Aquino.
—Esperemos que yo haya heredado algo de eso —respondió Valeria con una sonrisa.
Durante la reunión, Gabriel explicó la situación con claridad: Ernesto Paredes había solicitado una revisión de los límites de la quebrada, argumentando que parte de las tierras les pertenecían por derecho ancestral. La comunidad debía decidir si aceptaban una conciliación o si el caso se llevaba a instancias legales.
—Una disputa así podría dividirnos justo antes de la cosecha —advirtió Gabriel—. Necesitamos unidad.
Valeria, con voz serena, intervino.
—Propongo revisar los archivos municipales y buscar testigos que puedan dar fe de los acuerdos antiguos. Quizá así podamos evitar un juicio largo y costoso.
Varios agricultores asintieron con aprobación.
—Habla con sensatez la muchacha —comentó una mujer de pañuelo floreado.
Al terminar la reunión, Gabriel la tomó del brazo con suavidad.
—Gracias, Valeria. Tu presencia ha traído esperanza.
Ella sonrió.
—Solo estoy devolviendo un poco de lo que esta tierra me dio.
Mientras salían del local, un comunero se acercó, con expresión seria.
—Gabriel… Tu padre te espera en casa. Dice que es urgente.
Gabriel asintió.
—Vamos, Valeria. Es mejor ir juntos.
El trayecto hasta la casa del padre de Gabriel estuvo cargado de silencio expectante. La casona, de adobe y tejas, era imponente, con un zaguán amplio y un patio interior lleno de macetas con geranios. Fueron recibidos en un salón austero con el anfitrión de la casa sentado en un sillón de cuero, apoyado en su bastón. Su rostro curtido reflejaba autoridad, pero sus ojos grises destilaban cansancio.
—Hijo, Valeria… siéntense —indicó con un ademán.
Cuando lo hicieron, el hombre carraspeó antes de hablar.
—He recibido noticias de los Paredes. Están reuniendo antiguos documentos, y tienen la intención de llevar el caso a la capital. Si lo logran, no solo perderemos las tierras… también la cooperativa quedaría en peligro.
Gabriel apretó los puños.
—¿Y qué propone usted, padre?
Don Julián suspiró con resignación.
—Necesitamos pruebas sólidas. Hay una escritura guardada… pero no está aquí. La tiene tu tío Augusto, en la capital. Él se distanció de la familia hace años, pero quizá ahora esté dispuesto a colaborar.
Gabriel se volvió hacia Valeria, quien comprendió de inmediato.
—Habrá que viajar a la capital.
Don Julián asintió con gravedad.
—Así es. Y cuanto antes.
Gabriel miró a Valeria con determinación.
—¿Vendrías conmigo?
Ella sostuvo su mirada con firmeza.
—Claro que sí. Vamos juntos.
Dos días después, Valeria y Gabriel se preparaban para el viaje hacia la capital. La distancia no era excesiva, pero los caminos sinuosos de la sierra, entre quebradas y cerros, exigían tiempo y paciencia. Partieron al amanecer, a bordo de una camioneta antigua, cargada con algunos víveres y regalos para el tío Augusto, siguiendo la costumbre de no llegar con las manos vacías.
Durante el trayecto, el paisaje se transformaba a cada kilómetro: campos de papa y maíz alternaban con bosques de eucalipto y pequeñas lagunas donde las truchas saltaban entre las aguas frías. A lo lejos, los cóndores planeaban majestuosos, como centinelas del cielo andino.
Valeria, apoyada contra la ventana, contemplaba con nostalgia.
—Había olvidado lo hermosos que son estos caminos.
—Es fácil olvidarlo cuando uno se marcha tanto tiempo —comentó Gabriel, concentrado en la conducción—. Pero las montañas siempre nos esperan.
Al mediodía, se detuvieron en una pequeña posada para almorzar. Mientras compartían un plato de trucha frita con mote y cancha, Gabriel la miró con una mezcla de afecto y curiosidad.
—Valeria… ¿por qué te fuiste sin despedirte aquella vez?
Ella bajó la mirada, jugueteando con la servilleta entre sus dedos.
—No fue fácil… Recibí la beca para estudiar enfermería en la capital, y todo ocurrió tan rápido. Mi padre insistió en que debía aprovechar la oportunidad. Yo tenía miedo de quedarme, de quedarme estancada… y también tenía miedo de lo que sentía por ti.
Gabriel frunció el ceño, pero su voz se mantuvo suave.
—¿Miedo?
—Sí —confesó ella—. Temía que si me quedaba, nunca me atrevería a volar. Y temía que si me iba, te perdería para siempre. Al final… ambas cosas ocurrieron.
Gabriel le tomó la mano sobre la mesa.
—No te guardo rencor, Valeria. Quizá los dos necesitábamos ese tiempo para crecer.
Ella sonrió con melancolía.
—Tal vez sí. Pero no quiero cometer los mismos errores otra vez.
Él asintió.
—Tampoco yo.
Cuando finalmente llegaron a la capital, ésta los recibió con sus calles bulliciosas y contaminadas, nada que ver con las apacibles calles de su pueblo. La casa del tío Augusto se hallaba a las afueras, una zona exclusiva de la ciudad.
El hombre, de unos setenta años, los recibió con recelo al principio, pero tras un intercambio de palabras y la entrega de los regalos —una canasta con botellas de miel, café y cacao—, su expresión se suavizó.
—Así que vienen por la vieja escritura… —murmuró mientras los guiaba hacia una sala llena de baúles y documentos polvorientos.