Tu Bello CorazÓn

CAPÍTULO VIII

Los días que siguieron estuvieron marcados por un ritmo sereno y laborioso. Valeria, además de cuidar a su abuela, empezó a asistir a Gabriel en algunas de sus actividades con los comuneros. La cooperativa cafetalera de San Sebastián, donde él trabajaba, se encontraba en plena planificación de la cosecha y buscaba implementar técnicas modernas sin perder las prácticas ancestrales.

Una mañana, Gabriel la invitó a una reunión comunal en la Casa del Agricultor.

—Me gustaría que vieras lo que estamos intentando —le dijo con una sonrisa—. Además, podrías aportar desde tu experiencia en salud. Muchos de nuestros agricultores tienen problemas por el uso de pesticidas antiguos.

Valeria aceptó encantada.

La Casa del Agricultor estaba repleta. Los comuneros —hombres y mujeres de rostros curtidos por el sol, sombreros de ala ancha y ponchos de vivos colores— escuchaban atentos a Gabriel, quien exponía las bondades de técnicas más sostenibles.

—No se trata de olvidar lo que hemos hecho por generaciones —explicaba él con convicción—. Se trata de mejorar la calidad de nuestros productos y cuidar nuestra salud y nuestra tierra.

Cuando Valeria fue presentada, muchos la miraron con curiosidad. Ella explicó de manera clara los riesgos de los productos químicos tradicionales y sugirió algunas prácticas preventivas. Para su sorpresa, las mujeres mostraron gran interés y se acercaron al final para hacerle preguntas.

Entre ellas estaba Doña Marcelina, una matriarca respetada en la comunidad.

—Es bueno que hayas vuelto, hija —le dijo con calidez—. Necesitábamos una voz femenina que nos oriente también en el cuidado de la salud. Hace falta que la juventud vuelva al terruño, con corazón limpio.

Esas palabras tocaron profundamente a Valeria.

Al salir de la reunión, Gabriel la miró con admiración.

—Hiciste un gran trabajo. La comunidad confía más rápido de lo que pensé.

Valeria sonrió.

—Quizá porque no solo he regresado a un lugar, Gabriel. También estoy regresando a mí misma.

Al amanecer, los primeros rayos de sol tiñeron las laderas de un dorado tibio. Valeria Paredes despertó con la mente aún agitada por las palabras de su abuela. Se vistió con rapidez y salió al patio. Desde allí, la silueta de las montañas se alzaba majestuosa, y los gallos anunciaban el inicio de una nueva jornada.

No pudo evitar caminar hacia el puente colgante de San Sebastián, el mismo lugar donde, siendo adolescentes, Gabriel y ella habían hecho una promesa bajo la luna llena. Sus dedos rozaron las sogas gruesas que colgaban del puente, y un estremecimiento recorrió su cuerpo.

—Valeria —la voz conocida de Gabriel Aquino la sorprendió una vez más.

Él se acercó despacio, con las manos en los bolsillos y la mirada fija en el río que corría debajo.

—Este lugar guarda muchos recuerdos —dijo él, como si leyera sus pensamientos.

Ella asintió, sin atreverse a mirarlo.

—Cuando te fuiste —continuó Gabriel, con un dejo de tristeza en la voz—, pensé que nunca volverías. Me dolió más de lo que quise admitir.

—Gabriel… —Valeria levantó la vista, sus ojos encontrando los de él—. Si me fui fue porque necesitaba encontrarme. La vida aquí estaba llena de presiones, de viejas disputas… Mi familia no aceptaba nuestra amistad.

Gabriel apretó la mandíbula.

—Nuestros apellidos, Paredes y Aquino, han cargado con rencores que no nos pertenecen. Y sin embargo, pagamos el precio.

Ella respiró hondo, buscando valor.

—Quizá ya es momento de romper ese ciclo.

Gabriel dio un paso más y sus manos se encontraron. El contacto fue cálido, reconfortante.

—Aún guardo aquella promesa —dijo él, con una leve sonrisa—. ¿Recuerdas? Juramos que pase lo que pase, algún día lucharíamos por nuestra tierra… y por nosotros.

Los ojos de Valeria se humedecieron, y asintió con firmeza.

—Sí. Y creo que ese día ha llegado.

Ambos permanecieron un momento en silencio, el murmullo del río envolviéndolos. Entonces Gabriel habló, con la voz cargada de esperanza.

—Vendrán desafíos, Valeria. Pero si estamos juntos, creo que podremos enfrentarlos.

Ella apretó su mano.

—Estoy lista.

Esa tarde, en la plaza del pueblo, Gabriel presentó su proyecto ante los comuneros. Valeria se sentó a su lado, observando cómo hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, escuchaban atentos.

—Queremos modernizar nuestras chacras —dijo Gabriel, con voz clara—. Pero sin olvidar nuestras raíces. Combinaremos técnicas ancestrales con tecnología sostenible. Y con la ayuda de Valeria, crearemos un centro de salud comunitario que atenderá a nuestras familias, desde los más pequeños hasta nuestros mayores.

Un murmullo de aprobación recorrió el lugar.

Don Prudencio, uno de los ancianos más respetados, se levantó con dificultad.

—Gabriel Aquino, Valeria Paredes… sus familias no siempre caminaron juntas. Pero hoy, ustedes nos enseñan que la tierra no entiende de apellidos, sino de corazones comprometidos. Cuentan con mi apoyo.




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