A medida que los días pasaban, la comunidad se fue sumando. Bajo el intenso sol andino, hombres y mujeres trabajaban hombro a hombro. Las risas de los niños corrían entre los campos de café. Valeria organizaba talleres de salud preventiva y Gabriel supervisaba las obras del canal de riego que modernizaría las chacras.
Una tarde, mientras repartía volantes sobre vacunación a las madres del caserío, Valeria fue abordada por un hombre que no esperaba ver.
—Señorita Paredes —dijo la voz grave de don Ernesto Paredes, su tío, uno de los hombres más influyentes y conservadores de la región.
Ella se giró, respirando hondo antes de saludarlo.
—Tío Ernesto.
El hombre, alto y de ceño endurecido por los años, la observó con desconfianza.
—He oído que andas muy cerca de ese muchacho Aquino. Y que están sembrando ideas peligrosas en la comunidad.
Valeria mantuvo la calma.
—No son ideas peligrosas, tío. Son proyectos que beneficiarán a todos.
Don Ernesto frunció los labios.
—Recuerda que tu apellido tiene peso. Y que tu padre no estaría de acuerdo con que revuelvas las aguas que tanto costó calmar.
Valeria lo miró de frente.
—Quizá sea hora de dejar que las aguas fluyan, tío. A veces, cuando un río se estanca, solo trae enfermedades.
El hombre no respondió. Simplemente se giró y se alejó, dejando tras de sí una tensión que pesó en el aire.
Esa noche, cuando Valeria se encontró con Gabriel para revisar los planos del centro de salud, le relató el encuentro.
Gabriel la escuchó en silencio y luego suspiró.
—Sabía que tarde o temprano, don Ernesto se manifestaría. No será fácil, Valeria.
Ella le sonrió con serenidad.
—Nunca lo fue. Pero ahora no estoy sola.
Gabriel la miró largo rato antes de tomar su mano con suavidad.
—No. No lo estás.
Los días continuaron con intensidad. Los primeros cimientos del centro de salud se alzaron, y Gabriel logró concretar la llegada de técnicos que capacitarían a los agricultores en técnicas modernas de cultivo.
Una tarde, mientras inspeccionaban los avances, Gabriel se detuvo y la miró con una expresión grave.
—Valeria… hay algo más que debes saber.
Ella frunció el ceño.
—¿De qué se trata?
Gabriel vaciló antes de hablar.
—Tu tío Ernesto no solo se opone a nuestros proyectos. Está intentando comprar las tierras alrededor. Si logra su propósito, podría bloquear el acceso a las chacras y al centro de salud.
El corazón de Valeria se aceleró.
—¿Por qué haría eso?
—Porque teme perder poder. Quiere mantener el control, como lo hicieron generaciones atrás.
Valeria apretó los labios con fuerza.
—No lo permitiremos.
Gabriel la miró con una mezcla de admiración y preocupación.
—Tendremos que unir a la comunidad más que nunca. Solo juntos podremos frenar a Ernesto.
Ella asintió, la determinación encendiendo sus ojos.
—Entonces no perdamos tiempo.
Esa noche, bajo la sombra de las montañas y el cielo tachonado de estrellas, Valeria y Gabriel convocaron a una asamblea comunal. Los comuneros llegaron en silencio, conscientes de que se avecinaban tiempos difíciles.
Valeria tomó la palabra, su voz clara y segura resonando en la pequeña plaza.
—Amigos, nuestra tierra es fértil no solo por su suelo, sino por la unión de su gente. No dejemos que intereses antiguos nos dividan de nuevo.
Gabriel la secundó, levantando el plano del proyecto.
—Este centro de salud, estos canales, estas chacras… son de todos nosotros. Y solo juntos podremos protegerlos.
Los murmullos crecieron, pero también las miradas cómplices y los asentimientos.
Don Prudencio se levantó una vez más, su bastón golpeando el suelo con firmeza.
—Yo les creo. Y si es necesario, llamaré a todos los comuneros de los alrededores para que defiendan lo que es justo.
Una oleada de aplausos estalló. Valeria sintió que su corazón latía con fuerza, lleno de esperanza.
Ese sería su mayor desafío. Pero también su mayor oportunidad de reconciliación.
Con Gabriel a su lado, no pensaba retroceder.
En los días siguientes, la pequeña plaza de Valle del Milagro se transformó en un hervidero de actividad. Las palabras de Valeria Paredes y Gabriel Aquino no solo habían calado hondo en la comunidad, sino que también habían despertado una renovada conciencia sobre la necesidad de proteger lo que era suyo.
Desde las chacras más apartadas comenzaron a llegar comuneros, hombres y mujeres que no habían pisado la plaza en años, atraídos por las noticias de lo que Valeria y Gabriel impulsaban. Algunos llegaron con canastas de alimentos para compartir, otros con herramientas, dispuestos a sumarse a las faenas.