Tu Bello CorazÓn

CAPÍTULO X

Esa noche, mientras se reunían en casa de don Prudencio, Valeria y Gabriel discutieron los pasos a seguir.

—Tendremos que prepararnos. No solo para la construcción —dijo Gabriel, su voz firme—. También para defendernos legalmente si es necesario.

Valeria asintió.

—Cuentan con nosotros. No tenemos miedo.

Don Prudencio sonrió, las arrugas de su rostro marcándose aún más.

—El amor por la tierra y el amor verdadero son iguales, hijos. Cuanto más los cuidan, más fuertes se hacen.

Gabriel entrelazó los dedos con los de Valeria bajo la mesa, su mirada llena de certeza.

—Estamos listos.

El amanecer siguiente trajo consigo una noticia inesperada. Don Ernesto había solicitado una reunión con la comunidad.
Mientras las campanas de la iglesia repicaban llamando a la asamblea, Valeria y Gabriel intercambiaron una mirada cargada de interrogantes.

Fuera lo que fuera, estaban preparados para enfrentarlo. Juntos.

La plaza estaba repleta cuando don Ernesto Paredes subió al estrado improvisado frente a la iglesia. Vestía su tradicional traje oscuro y un sombrero que, a pesar de los años, seguía impecable. Su mirada dura recorrió a la multitud con una mezcla de orgullo y recelo.

—Hermanos y hermanas del Valle del Milagro —comenzó con voz grave—, los acontecimientos de las últimas semanas nos han sacudido a todos. Se han levantado voces que, con entusiasmo, hablan de progreso y modernización. Y aunque no me opongo a que nuestra tierra prospere, debo advertirles que no todo lo que brilla es oro.

Hubo un murmullo entre los presentes. Gabriel Aquino, de pie junto a Valeria Paredes, apretó la mandíbula.

Don Ernesto continuó:

—He visto con preocupación cómo algunos comuneros han cedido a la emoción sin considerar las consecuencias legales y culturales. La introducción de tecnologías ajenas puede socavar nuestras costumbres y dividir a las familias.

Valeria levantó la mano.

—Con el debido respeto, tío Ernesto, lo que Gabriel propone no borra nuestras costumbres. Las fortalece. Queremos evitar que nuestros jóvenes se marchen y que la tierra quede abandonada.

El rostro de don Ernesto se endureció.

—Tu entusiasmo, sobrina, te ciega. Y tú, Gabriel, —añadió, dirigiéndose a él con frialdad—, vienes con ideas de ciudad, sin comprender la fragilidad de nuestras tradiciones.

Gabriel dio un paso al frente, su voz firme y serena.

—Don Ernesto, lo que proponemos es fruto del diálogo con la comunidad. Nadie quiere imponer nada. Solo queremos darles herramientas para mejorar su calidad de vida.

—¿Herramientas o promesas vacías? —replicó don Ernesto—. Además, no olviden que las tierras de este valle aún están sujetas a derechos antiguos, que mi familia ha protegido por generaciones.

Un murmullo inquieto recorrió la plaza. Algunos comuneros intercambiaron miradas, dudosos.

Fue entonces cuando don Prudencio se levantó desde su banco, apoyándose en su bastón.

—Don Ernesto, con todo respeto —dijo con voz pausada—, sus tierras son suyas. Pero las nuestras son de nuestras familias desde antes que su apellido llegara aquí. No vamos a permitir que las disputas de antaño sigan dividiendo a nuestros hijos.

Valeria respiró hondo. Era el respaldo que necesitaban.

Gabriel inclinó la cabeza en señal de respeto.

—Queremos trabajar juntos, don Ernesto. No en contra de usted.

Don Ernesto entrecerró los ojos, calibrando la situación. Finalmente, habló:

—Si realmente desean avanzar, tendrán que demostrar que sus intenciones son limpias. Propondremos una asamblea comunal formal, donde se decidirá el futuro de estos proyectos.

El acuerdo fue recibido con aplausos moderados. La tensión no había desaparecido, pero al menos el diálogo continuaría.

Esa noche, en la casa de don Prudencio, Valeria y Gabriel revisaban los documentos para la asamblea.

—Sabía que no sería fácil —dijo Gabriel, su voz baja mientras repasaba los planos—. Pero enfrentarlo cara a cara es distinto.

Valeria lo miró con ternura.

—No estamos solos, Gabriel. Y aunque él sea un hombre terco, sé que en el fondo también ama esta tierra.

Gabriel sonrió levemente.

—Tienes fe en todos, Valeria.

Ella se encogió de hombros, divertida.

—Es mi naturaleza, ¿no?

Él dejó los papeles y tomó sus manos.

—Y es una de las razones por las que siempre te he amado.

Ella lo miró, su expresión suave.

—Gabriel…

Él apretó sus manos con suavidad.

—Pase lo que pase en la asamblea, quiero que lo sepas. Quiero que luchemos no solo por la tierra, sino también por nosotros.

Los ojos de Valeria brillaron. Asintió lentamente.




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