Tu Bello CorazÓn

CAPÍTULO XII

La semana siguiente, Gabriel acompañó a Valeria y a su abuela Teodora al mercado del pueblo. Los puestos estaban repletos de color: mazorcas, flores, textiles, frutas con nombres antiguos.

—Siempre he amado este lugar —comentó Valeria, tomando el brazo de su abuela.

—Y él también —añadió Teodora, mirando de reojo a Gabriel con una sonrisa pícara.

Valeria se sonrojó. Gabriel se limitó a sonreír, con una canasta de naranjas en la mano y la otra lista para ayudar a la anciana con los escalones.

Pero esa tranquilidad no duró mucho.

Mientras pasaban frente al puesto de quesos de Doña Herminia, una voz grave y autoritaria retumbó en el aire:

—¿Así que esta es la compañía que mantienes ahora, Valeria?

Los tres se detuvieron. Valeria giró y lo vio. Don Ernesto Paredes, erguido, elegante, con su sombrero blanco de ala ancha y su bastón de cedro, los observaba con expresión de desdén. Sus ojos grises eran duros, como piedras de río viejo.

—Tío Ernesto —dijo Valeria, bajando un poco la voz.

—No sabía que habías vuelto para reanudar viejas amistades —añadió él, clavando la mirada en Gabriel—. Especialmente con los Aquino. ¿No te basta con cuidar de una anciana, ahora vienes a revolver el pasado?

Gabriel se mantuvo en silencio. No quería agravar las cosas. Pero Teodora, con una calma feroz, dio un paso al frente.

—La única que ha cuidado de mí todos estos años ha sido esta niña. Y si alguien ha revuelto el pasado, Ernesto, fuiste tú cuando rompiste los lazos con mi hijo.

—Tu hijo hizo su elección —replicó Don Ernesto—. Se fue a la ciudad y regresó solo para morir. Valeria debería saber que hay cosas que es mejor no revivir.

Valeria sintió cómo se le encendía la sangre.

—¿Y qué hay de lo que tú escondiste, tío? ¿De la herencia que se desvió? ¿De los títulos de tierra que nunca aparecieron? ¿De las familias que tu administración dejó sin trabajo?

Un murmullo recorrió a los presentes. Nadie se había atrevido a enfrentarlo así en mucho tiempo.

Don Ernesto entrecerró los ojos.

—Cuidado, sobrina. La gente en este pueblo tiene memoria… pero también miedo. No querrás despertar cosas dormidas.

—Ya se despertaron —dijo Gabriel, con la voz baja pero firme.

Don Ernesto lo miró por primera vez directamente.

—Los Aquino siempre metiendo las manos donde no deben.

—Y ustedes los Paredes, enterrando verdades.

Hubo un silencio tenso. Entonces Don Ernesto se acercó lentamente a Valeria y le susurró:

—Tú no sabes lo que significó tu partida. Y menos lo que provocará tu regreso.

Y sin esperar respuesta, se alejó entre la multitud como una sombra.

Esa noche, Valeria estaba sentada en el corredor de la casa, mirando el cielo estrellado. Teodora dormía adentro. Gabriel había regresado a su parcela después de acompañarlas en silencio. Pero las palabras de su tío no dejaban de dar vueltas en su cabeza.

Había vuelto para cuidar, para reencontrarse… no para desenterrar conflictos. Sin embargo, cada paso que daba parecía remover una tierra más profunda.

Gabriel llegó sin avisar. Tenía los ojos serios.

—Hay algo que deberías saber.

—¿Qué pasa?

—Los rumores… ya empezaron. Algunos dicen que Don Ernesto quiere desalojar a varias familias de las tierras de la quebrada. Que está preparando documentos. Y hay quienes dicen que tú serás la próxima en ser presionada.

Valeria apretó los puños.

—No me iré. No esta vez.

Gabriel se sentó a su lado.

—Entonces no estarás sola.

Ella lo miró, y por primera vez en muchos años, sintió que la palabra nosotros volvía a tener sentido.

A la distancia, las campanas de la iglesia de San Sebastián repicaban para anunciar la próxima festividad. Y aunque la noche era tranquila, el Valle del Milagro comenzaba a vibrar con los ecos de un pasado que pedía ser contado. Y enfrentado.

***

El río San Sebastián, que días antes murmuraba con calma bajo el puente colgante, ahora rugía con fuerza tras las lluvias de temporada. El verdor de las laderas brillaba con una intensidad casi mágica, y la niebla matinal se aferraba a las copas de los árboles como si el valle respirara sus propias memorias.

Valeria caminaba por el sendero que llevaba al puente. Había recibido una carta anónima en la puerta de su casa esa mañana, escrita con tinta corrida en un papel antiguo:

“Lo que buscas, y lo que te ocultaron, yace donde el agua encuentra la verdad. —M.”

Aunque vaga, la nota la inquietó profundamente. “M” podía ser cualquier persona… pero el lugar era claro: el puente colgante, donde Gabriel y ella solían encontrarse en la adolescencia. Donde alguna vez él le prometió que nunca dejaría de esperarla.

Llegó y lo encontró esperándola allí, de pie, como si supiera que vendría.




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