La noche cayó silenciosa sobre el Valle del Milagro. El canto de los grillos acompañaba el murmullo del río, mientras Valeria y Gabriel regresaban caminando desde la reunión. Aunque el aire estaba cargado de incertidumbre, también había una ligera brisa de esperanza entre ellos.
Al llegar a la casa, encontraron a la enfermera del centro de salud esperando en la puerta. Su rostro, pálido y tenso, descompuso el ánimo de ambos.
—¿Qué sucede? —preguntó Valeria, adelantándose.
—Es su abuela —respondió la enfermera—. Teodora ha tenido un episodio. Estaba dormida, pero no reaccionó al llamado de su cuidadora. La hemos trasladado al centro de salud de urgencia.
Valeria sintió que las piernas le flaqueaban.
—¿Dónde está ahora?
—En observación. Pero necesitan traerle sus documentos, y usted debe firmar la autorización para que sea trasladada al hospital de La Merced.
Sin perder un segundo, Gabriel la ayudó a reunir lo necesario, y en menos de quince minutos estaban en camino. El motor de la camioneta rugía entre los árboles como un corazón desesperado. El silencio entre ambos era más elocuente que cualquier palabra.
Teodora yacía en una camilla, con un suero colgado a un lado y la piel más pálida que nunca. Un monitor registraba sus constantes vitales. Cuando Valeria entró, sintió que algo dentro de ella se rompía en mil partes.
—Abuela —susurró, tomándole la mano—. Ya estoy aquí.
Los ojos de Teodora se abrieron apenas, como un reflejo del alma que se niega a apagarse.
—Mi niña… —musitó—. No llores.
—No voy a llorar. Te vas a poner bien. Vamos a ir al hospital, te van a cuidar mejor allá.
Teodora apretó con suavidad su mano. Luego miró a Gabriel, de pie detrás de Valeria.
—Él... es bueno. No lo dejes ir otra vez.
Valeria asintió con lágrimas desbordando.
—No lo haré, abuela. No lo haré.
El traslado fue rápido. En el hospital, los médicos diagnosticaron un cuadro de insuficiencia cardíaca aguda. Necesitaba cuidados intensivos y vigilancia permanente. La situación era delicada, pero había esperanza si respondía al tratamiento.
Valeria pasó la noche en vela en la sala de espera, con la cabeza apoyada en el hombro de Gabriel. Cuando amaneció, el cielo del Valle del Milagro brillaba con ese tono dorado que solo aparece después de una tormenta.
—Pensé que no iba a poder con esto —confesó ella, con voz cansada.
—Sí puedes. Lo estás haciendo.
Valeria lo miró, y en sus ojos descubrió una fuerza que había olvidado que tenía. La misma fuerza que la llevó a estudiar, a sanar a otros, a regresar a su raíz.
—Gabriel, si algo le pasa a la abuela...
—No le va a pasar nada. Pero si ocurre, no estarás sola. No más.
La mañana siguiente, Gabriel fue solo a la cita con Don Ernesto. El despacho del viejo Paredes estaba como siempre: impecable, con fotos antiguas colgando de las paredes y una estatuilla de San Sebastián en una repisa alta.
—¿Valeria no vino? —preguntó el anciano, encendiendo un cigarro.
—Está con su abuela. Está delicada —respondió Gabriel.
Don Ernesto asintió lentamente.
—Teodora fue una buena mujer. Terca como una mula, pero justa.
Gabriel no replicó.
—He leído el proyecto —continuó el anciano—. No lo comparto del todo, pero reconozco su utilidad. Y... supongo que ya es hora de dejar algo que valga la pena.
Sacó una pluma del cajón y firmó el documento sin más ceremonia. Gabriel apenas podía creerlo.
—¿Por qué lo hace?
Don Ernesto lo miró con cansancio.
—Porque la sangre no se limpia con el orgullo. Y porque quizás, si Valeria vuelve a creer en este lugar, otros lo harán también.
Cuando Gabriel regresó con la noticia, encontró a Valeria de pie junto a la camilla de Teodora. La anciana dormía, pero su respiración era más acompasada. El tratamiento comenzaba a hacer efecto.
—Firmó —le dijo él, sonriendo.
Valeria se llevó la mano a la boca, conteniendo una exclamación.
—No puedo creerlo...
—Quizás él también está cansado de vivir con rencor.
Ella lo abrazó. Fue un abrazo largo, sereno, lleno de agradecimiento.
—Gracias por quedarte —susurró.
—Gracias por volver.
Y allí, entre el pitido constante de las máquinas, el perfume del alcohol medicinal y la esperanza que se abría paso como las flores silvestres entre el concreto, Gabriel y Valeria supieron que su historia apenas comenzaba a florecer de nuevo.
***
La lluvia había cesado, dejando en el aire ese aroma inconfundible a tierra mojada, a hojas agitadas por el viento y a silencio. Un silencio que no era ausencia de sonidos, sino más bien una forma de latir de la selva después de llorar. El Valle del Milagro despertaba una vez más entre neblinas suaves que parecían susurrar antiguos secretos.
Valeria se detuvo frente al ventanal de la sala del hospital. Las luces tenues apenas lograban mitigar la sombra que comenzaba a envolverlo todo. A lo lejos, entre las siluetas difusas de los árboles, creía ver el perfil de las montañas como guardianes pacientes del tiempo y del alma. Teodora seguía descansando en la habitación 104, su respiración tranquila y acompasada, como si los recuerdos la hubieran finalmente dejado en paz.
Gabriel entró sin hacer ruido, con una bolsa de papel en la mano. Vestía una camisa de lino azul y los pantalones ligeramente húmedos aún del trayecto. Su expresión, aunque serena, delataba cansancio.
—Te traje café —dijo, alzando la bolsa con una pequeña sonrisa.
Valeria lo miró, agradecida—. Gracias. Necesitaba justo eso.
Ambos se sentaron en la banca de madera frente a la sala. Durante unos minutos, solo bebieron en silencio, como si las palabras no hicieran falta. El calor del café contrastaba con el fresco de la noche.
—Mi abuela está más estable hoy —dijo Valeria finalmente—. Los médicos creen que podría regresar a casa en unos días.