Es sorprendente cómo el universo se encarga de empeorar las cosas cuando ya iban mal.
Bueno, eso me sucede justo ahora. Aunque hace un momento no hubiese creído que pudiese llegar más tarde de lo que ya voy a mi destino, en este momento, el universo me ha hecho cambiar ese pensamiento. Y es que es algo que he aprendido con el tiempo; si, la vida te da sorpresas, y a mi vaya que me ha dado muchas.
Corro tan rápido como mis extremidades me lo permitan, pero es inútil.
El bus me ha dejado, de nuevo.
Y es justamente lo que les decía antes; por la mañana me quedé dormida y ahora no paran de arruinarse mis planes.
¿Qué pecado estoy pagando?
Bueno, en realidad, no es para tanto como para pensar en mi mala suerte. Pero es suficiente para hacerme maldecir por lo bajo mientras aminoro el paso detrás del bus, observando cómo éste se aleja.
Me arrepiento de haber ido por ese café mientras esperaba a que llegara el autobús. Ahora, sin dudas, llegaré tarde.
El plan de entregar una copia impresa de mi libro, no está saliendo como lo esperado.
Sólo tenía un objetivo y era entregar a la editorial esa copia a tiempo. Y, evidentemente, no es el caso.
Puede que, con suerte, logre entregarla, pero no a tiempo.
Resoplo por la boca levantando un mechón de mi cabello. Tendré que llegar caminando, no tiene por qué estar tan lejos. ¿Cierto?
Chequeo el reloj en mi muñeca que marca las nueve y media de la mañana y el sudor empieza a cubrir como escarcha mi piel.
Hace un poco más de dos semanas envié una solicitud a la editorial Letters&Sweat para que le dieran una oportunidad a mi libro, tardaron un poco en responder, pero después de todo, aceptaron.
Concretamente, me dieron una cita con la fecha de hoy explicando que podía dejar una sola copia impresa de mi libro y que ellos lo leerían y luego me darían una respuesta definitiva.
Y aquí estoy, intentando llegar a la editorial más grande e importante de Inglaterra, en pleno verano, con una carpeta de acetato, donde se encuentra mi “Gran Obra”, una pequeña mochila de cuero viejo de mi abuela y un paraguas en mi mano libre— Por suerte para mí—
Alzo mi mirada al cielo, y las nubes grises lo cubren casi por completo, montándose una sobre otra en un incansable juego perpetrado por el viento.
Me pongo en marcha hacia mi destino. Después de todo, es mi sueño, lo ha sido durante toda mi vida, y no pienso perder ésta oportunidad. Me la he pasado desde que tenía catorce años escribiendo éste libro.
Por si no lo sabían, soy un poco diferente a las otras chicas. Tengo una habilidad un tanto…digamos que peculiar.
Cuando cumplí los nueve años, mi vida cambió casi que por completo. Era mi fiesta de cumpleaños y estábamos en los más fríos de los inviernos registrados en Bristol, en plena noche buena— Si, ya sé, nací envuelta como regalo de navidad, ¡qué gran sorpresa para mis padres! El bebé que estaban esperando se adelanta un mes, y para colmo, mi madre rompe fuente al momento de proponer el brindis sobre la mesa con las copas de vino casi llenas—
Afuera helaba y llovía, pero por suerte, aun así, mi familia vino a felicitarme y a desearnos una feliz noche buena— puede que se deba al montón de tarjetas de navidad que mi madre envió a cada familiar— Llevaba puesto un jersey de tela gruesa ridículamente feo tejido por mi querida abuela paterna, Marta—que me obligó a ponérmelo en cuanto entró por la puerta— Yo me encontraba sola, sentada de piernas cruzadas, hipnotizada por las luces del árbol de navidad, que iban y venían como en una especie de relevo.
Desde la sala, podía escuchar al tío Martín en la cocina hablar estrepitosamente, contando alguna anécdota de cuando estuvo en el ejército. Casi nunca lograba escucharlas— En realidad no lo tenía permitido— pero esta vez era la excepción.
Oía perfectamente la historia en la que contaba que tuvo que retirarse porque aseguraba que su compañero de pelotón, El barbudo Darry, le estaba contagiando lo maricón.
En ese momento no sabía a qué enfermedad se refería, pero me pareció fascinante cómo relataba. Con cada detalle que él recordaba, yo pintaba en mi cabeza cada momento, que, en mi mente, no eran más que escenas.
Recreaba una y otra vez sus historias, y me ponía al frente de ellas; las hacía mías.
Pero me vi obligada a parar, no me sentía muy bien, mi yo de nueve años, rechoncha y muy pasada de peso, en el último día de adviento en el calendario, se había comido más de una docena de chocolates.
El único primo que igualaba mi edad y también es mi mejor amigo actualmente, Carter, un niño igual de rechoncho que yo, con las mejillas coloradas. Se acercó a mí, interrumpiendo mi ensimismamiento y me preguntó:
—¿Qué te sucede? No te ves nada bien.
—No me siento nada bien, me duele la panza— Concordé con él e hice un gesto colocando una mano sobre mi estómago mientras ponía una mueca de dolor.
—Mi mamá dice que eso te pasa por glotona— Aseguró con una mirada graciosa de reproche en el rostro.
—Mi mamá también dice lo mismo, pero no sé lo que significa— arrugo mis facciones, negando.
—Yo tampoco, pero algo me dice que tiene razón— colocó sus dos manos en puño a cada lado de sus muslos.
Me levanté del suelo y le revolví su cabellera rubia. Él hizo un gesto de desagrado como respuesta y me aparta.
—Tienes que dejar de hacer eso, o le diré a la tía Linda— Bufó.
—¿Por qué tienes que ser tan molesto? — No esperé respuesta alguna— Te pareces al viejo Terrence, el de la casucha.