Cuando me desperté esa mañana de jueves, podía oír la lluvia caer con intensidad. Parecía que se había desatado una gran tormenta ya que se sentían truenos y fuertes vientos. Nunca me habían gustado mucho las tormentas, por lo que fruncí el ceño al levantarme de la cama, esperando que el mal tiempo no durase todo el día.
Me di una ducha y me puse ropa abrigada, suponiendo que haría bastante frío. Cuando estaba comenzando a bajar las escaleras, camino a la sala, pude oír a mi madre hablando con dos hombres. Me quedé inmóvil para poder escuchar de qué se trataba.
—La llevaremos a la estación para hacerle un par de preguntas. No es nada —dijo uno de los hombres. Supuse que era uno de los policías con los que había hablado ayer luego de lo sucedido con Mary.
—¿Sospechan que haya sido más que un accidente? —preguntó mi madre con incredulidad y una pizca de preocupación.
—Debemos tener en cuenta todas las posibilidades, señora —respondió el segundo hombre, con un tono más serio que el anterior.
—¿No estarán creyendo que mi hija…? —Mi madre no alcanzó a terminar su pregunta.
—Como le dije, debemos considerar todas las posibilidades —repitió el segundo hombre.
Junté coraje y bajé las escaleras hasta la sala. Los tres se quedaron en silencio. Uno de los detectives era un hombre moreno, alto, con rostro amable, de unos veintiséis años. Efectivamente era el que me había estado haciendo preguntas el día anterior. El otro era un hombre de unos cincuenta años, calvo y con un semblante serio que no me causaba una buena impresión.
—Buenos días, detectives —los saludé con calma. No quería verme nerviosa delante de ellos porque no me ayudaría en nada, y bien sabía que tenían razones para creer que algo estaba sucediendo. Es más, se puede decir que las tenían de sobra.
—Buenos días, señorita Gómez —contestó el calvo—. Creo que le gustará saber que hoy no podrá ir a la escuela.
—Supongo que me quieren hacer algunas preguntas. No hay problema —dije, esbozando una tímida sonrisa.
—Al menos dejen que desayune primero —replicó mi madre, lista para atacar a cualquiera que quisiera privarme de mi comida matutina.
—No hay problema —estuvo de acuerdo el moreno, antes que el otro pudiera oponerse.
Me apuré a desayunar algo para no preocupar a mi madre, aunque de verdad no tenía demasiada hambre. Luego dejé que los detectives me dirigiesen a su auto. Yo ya tenía dieciocho años, los había cumplido el mes anterior, y por eso mi madre no podía acompañarme a la estación, aunque sabía que se moría por hacerlo. Pero para la ley, había dejado de ser una niña.
Llovía a cantaros. No pude evitar mojarme al bajar los escalones hasta la calle antes de subirme al auto. El limpia parabrisas no daba abasto a la hora de mantener una buena visibilidad para el conductor, que era el mayor de los dos policías. De todos modos, llegamos en diez minutos a la estación. Cuando volví a mojarme, al bajar del auto para entrar a la comisaría, pensé que de seguro cogería un resfriado, casi entrando en pánico ante la idea.
Me llevaron a una habitación similar a las que uno ve en las películas. Pequeña, con una mesa en el medio, una silla de un lado y enfrente dos más, además del famoso vidrio espejado. Era obvio para mí, gracias a mis amplios conocimientos peliculeros, que del otro lado había una habitación con más gente observando atentamente el interrogatorio.
Tomé asiento del lado dónde solo había una silla y los detectives enseguida se sentaron frente a mí. El moreno seguía mostrándose amable, mientras que el otro me miraba con cara de perro. Por dentro sabía que me estaba culpando de todo, aún tal vez sin saberlo. Los detectives suelen tener olfato para estas cosas, y el más mayor no estaba tan equivocado. Solo que nada era como se lo imaginaba; nunca podría siquiera adivinar quién se encontraba realmente detrás de todo lo ocurrido. ¿Cuántas chances había de que consideraran la idea que los demonios existen y deambulan por ahí, causando el caos por dónde vayan? Ninguna, obviamente.
—Ya hemos interrogado a la señorita Jessica Rivers —informó el detective malo—, y hemos llegado a algunas conjeturas bastante interesantes. —No pude evitar tragar saliva. ¿Qué les habría dicho Jess?
—¿Dónde estuvo el viernes por la noche? —preguntó.
—Estaba en casa de Jessica con Mary y Rose. Las cuatro comimos pizza y miramos una película. Nada fuera de lo normal —mentí. No quería mencionar el incidente con la tabla ouija. Esperaba que Jessica tampoco lo hubiera mencionado.
—¿Normal? —continuó el malo—. ¿Está segura de eso?
—Creo que sí —contesté, un tanto nerviosa aunque sin demostrarlo demasiado.
—¿Lo cree? —preguntó el pelado en tono sarcástico. El moreno fue quien continuó hablando, mientras yo le agradecía por mis adentros.
—Según Jessica Rivers, en algún momento de la noche la luz se cortó. Usted fue a buscar velas a la planta alta mientras ellas decidían qué hacer para divertirse. Decidieron jugar a la ouija, aunque usted no estaba de acuerdo, ¿es esto correcto? —Asentí, sabiendo ahora que Jessica les había contado todo.
—Sí, es así.
—Dígame entonces, ¿qué tenía aquello de normal? —preguntó el de la cara de perro.
—Mmm, jugar a la ouija es bastante normal entre los adolescentes hoy en día —repliqué para defenderme. Era cierto, ese juego se había vuelto bastante popular, aunque no todo el mundo realmente terminaba hablando con fantasmas o demonios, o lo que fuese.
—Puede ser —continuó—. ¿Pero es normal que mientras estaban jugando les dijese que estaban con un demonio que las mataría a todas… excepto a ti?
Me puse pálida. Hubiera deseado que Jessica obviase ese detalle. ¿Pero qué podía esperar? Ella debía estar desesperada por encontrar al culpable tras la muerte de nuestras dos queridas amigas. Mientras que yo, que conocía quién estaba detrás de todo esto, no estaba en su misma situación.