Tú, nada más

Caos emocional

capítulo 12

—¿Qué pasa? —Ella negó, poniendo una mano entre ambos, respirando entrecortada—. Anel, ¿qué pasa? —insistió. La joven intentó alejarse con debilidad, la tomó por la cintura. No se iría, la chica se arqueó gimiendo.

¡Qué mierdas! Sin saber por qué, agarró la orilla de su suéter y lo levantó.

¡No, no!

Alzó la vista hasta sus ojos, sus lagunas perforaban el piso con el rostro claramente tenso, contenido. Sintió su dolor sin ni siquiera ser consciente de ello.

—¿Quién carajos te hizo esto? —La rabia e impotencia corría vertiginosamente por todo su cuerpo. Ella negó de nuevo, iba a irse. La aferró por la muñeca sintiendo una marea de sentimientos que no logró acomodar.

—Déjame, Marcel —le rogó esa vocecilla que tanto echó de menos. Negó con los ojos bien abiertos. Tenía en su costado varias marcas espantosas e, incluso, algunas estaban abiertas pues el líquido rojo ya había manchado levemente una parte de su atuendo y parte de su piel, no en grandes cantidades, pero sí hilos que no pasaban desapercibidos.

—Ni lo sueñes. —La tomó por el codo y la guio hasta el estacionamiento importándole una mierda quién los viera y que aún faltara tres clases—. ¡Sangras! ¿Qué carajos pasa contigo? —Le preguntó con la boca seca, sintiendo en los puños fuego pujando por salir. La subió a la camioneta con cuidado y dio un portazo cuando él también se montó —. Me vas a explicar qué es eso… Quién te hizo esa salvajada… ¡Entiendes! —Le exigió, asustado, temblando.

Anel se hallaba a punto de perder la conciencia; su rostro cenizo, sus labios resecos y blancos. Aceleró sintiendo el latir del corazón como cuando la vida va de por medio.

Se detuvo en una farmacia. Compró lo que sabía necesitaría y manejó a su apartamento. Parecía ida, con sus ojos clavados, ausentes en el exterior, y sus delgadas manos laxas sobre sus piernas. ¿Qué habría pasado? La ayudó a descender empleando todo el tacto que no sabía tenía. Estaba débil, blanca como una hoja.

¿Qué sucedió con la chica del fin de semana? Esa que sonreía, esa que tenía sus mejillas un tanto sonrojadas, esa que parecía una niña relajada. Ahora parecía una lucecita extinta. No le gustó, no le gustó nada.

Con movimientos sumamente suaves la ayudó a sentarse sobre su cama. Anel no hablaba, solo se dejaba llevar.

—Debo quitarte eso… —señaló su suéter en voz baja. Dejó, cual muñeca, que se lo pasara por arriba de la cabeza. En uno de sus brazos, arriba del codo, las huellas claras de las manos que seguramente la lastimaron. Del lado izquierdo, observó con detenimiento esas heridas. Eran de diferentes tamaños, dispares, unas hacia arriba, otras hacia abajo, un par más gruesas que las demás. Eso era salvajismo puro. Rechinando los dientes aspiró profundamente sintiendo como si a él se las hubieran hecho—. ¿Con qué te lo hicieron? —quiso saber al tiempo que acercaba, mostrándose lo más sereno posible. Era evidente que ella lo último que necesitaba era uno de sus arranques.

—U-un cinturón —gimió, al sentir el algodón frío sobre su piel. Marcel tensó la quijada. Eso era inhumano, espantoso.
La lastimaron y eso hacía hervir su sangre como jamás lo había experimentado. Sus pulmones subían y bajaban como los de un pajarillo herido. Ahí, sentada con su delgado brazo hecho a un lado, la mirada puesta en un punto lejano, se sintió impotente, ansioso.

Dios, su fragilidad lo desarmaba, lo desmoronaba y a la vez lo inyectaba de fuerza, de posesividad. Sentía ganas de matar con sus propias manos al o a la responsable de semejante atrocidad. Concentrado, limpió delicadamente esas heridas esparcidas en su costado. Un hueco de enormes proporciones se abría en medio de su pecho. Él y sus estúpidos juegos y, mientras tanto, ella…, ella viviendo quién sabe qué cosa. Era un puto miserable.

Cuando terminó de curarla, hizo las cobijas a un lado pues la mujer del aseo no tardaba en llegar para ordenar la habitación; le quitó las gafas y la recostó sobre el colchón.

—¿Quieres dormir? —preguntó con suavidad, acariciando su rostro demacrado con la yema de sus dedos. Anel asintió—. Bien, estaré afuera. —La cubrió con ternura. La observó unos segundos con las manos en los bolsos de los jeans sintiendo miedo, ese miedo que genera ácido en la garganta, que quema el esófago.

Salió hasta la terraza y fumó tres cigarrillos al hilo. No podía quitarse de la cabeza esas malditas marcas, ese jodido malestar que lo hacía sentir lleno de rabia. ¿Qué mierdas vivía Anel?

La señora que limpiaba el apartamento, llegó. La saludó, serio, prohibiéndole entrar a su cuarto. No obstante, para cerciorarse de que Anel durmiera decidió ir. La chica se encontraba sentada sobre la cama con la cabeza entre sus manos meciéndose lentamente. De inmediato, se acercó preocupado.

—¿Qué ocurre, chiquilla? —La aprensión nuevamente barrió con todo, hubiese querido ser algo más de lo que era para poder ayudarla.

—M-mi cabeza, Marcel —gimió quedamente, lloriqueando, mirándolo con dolor desolado tras esos ojos asombrosamente lindos, pero que en ese momento solo transmitían tristeza, aflicción.

—¿Qué has comido? —preguntó de inmediato, sin tocarla, solo sentado a su lado, más ansioso que nunca percibiendo sin dificultad la marea de sentimientos vacíos que Anel proyectaba, desilusión principalmente. La joven negó débilmente. Resopló, intentando contenerse. Se levantó y salió dejándola en la misma posición. Al regresar, diez minutos después, llevaba en una charola con un sándwich y un jugo de naranja que la mujer se ofreció a hacer al verlo tan preocupado—. Bebe esto… —con lágrimas en los ojos y mirada llena de desespero, tomó el vaso.

—U-unas pastillas —le pidió apretando los dientes, ya no soportaba esa punzada, si no tomaba algo gritaría, juraría que le estaba atravesando el cerebro.

—No, no hasta que comas… Así que anda. Inténtalo —exigió sin titubear. Anel dio sorbos cada vez más largos a su bebida mientras mordisqueaba de a poco el emparedado. Marcel se acomodó a su lado acariciándole la espalda desprovista de ropa, donde podía ver sin problemas esas heridas que seguro dejarían cicatrices. La joven parecía irse relajando con su roce, ingiriendo cada vez un poco más. Acabó media hora después. No había sido tan difícil con él ahí, haciéndola sentir importante, segura, tan lejos de su abominable realidad—. Te daré los analgésicos y descansarás un rato, ¿sí? —iba a ir por ellos cuando lo detuvo aferrando con esfuerzo su antebrazo.



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En el texto hay: romance, drama, amor

Editado: 05.12.2019

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