Tú, nada más

Luz extinta

capítulo 25

—Detente —le rogó apenas, cuadras más adelante. Lo hizo, se orilló y notó que ella intentaba abrir la puerta sin éxito. Su debilidad y cuerpo descontrolado no le permitían hacer nada.

—Anel…

—Tengo que… —escuchó de ella y el reflejo de una arcada lo hizo reaccionar. Bajó de inmediato y la ayudó. No paraba de hacerlo, una y otra vez sobre el pavimento. Se sentía perdido, asustado, embravecido, pero, sobre todo, desesperadamente preocupado por ese frágil ser por el que, sabía, daría hasta el último aliento. No podía dejar de evocar lo ocurrido hacía unos segundos.

Iba entrando a su recámara. Observaba todo, nostálgico. Por la tarde, pese a que estudiaron e hicieron deberes, la asaltó sobre aquella cama en medio de risas que inundaban sus oídos. Anel cada vez estaba más receptiva, más alegre. Burbujeaba energía y eso lo atraía todavía más si eso fuera posible. Su forma de mirarlo, de tocarlo. Era como si su mundo comenzara y terminara con él y eso lo hacía sentir tan único, tan fuerte, que se encontraba buscando todo el tiempo que esas lagunas lo mirasen de aquella manera en cada segundo.

—No vamos a terminar nunca, Marcel —soltó, acariciando su rostro con esa dulzura tan suya. El chico besó su nariz delicadamente, ya, sobre ella, como tanto le agradaba.

—Oh, sí, ahora mismo lo haremos, Estrellita. —Anel rio, mostrando sus hermosos dientes.

—Prefiero que tomemos nuestro tiempo —expresó con picardía, probando con sutileza la comisura de su boca. Marcel abrió los ojos más que feliz.

—¿Si te he dicho que me agradas, verdad? —asintió con sus mejillas enrojecidas, la pinchó en el abdomen provocando ese sonido que adoraba saliera de su garganta—. Bueno, pues me agradas mucho, chiquilla —dijo y la besó como siempre: con intensidad y posesividad.

Al dejarla en esa maldita casa, toda la soledad lo invadió. Pero al sentarse sobre aquel colchón, recibió esa aberrante llamada. Era Cleo, apenas la escuchaba. Hablaba en susurros, pero entendió bien el mensaje; se trataba de Anel y ella le abriría, debía sacarla de ahí. ¡Ya!

Corrió, corrió como jamás lo había hecho. Arrancó, rechinando las llantas y llegó casi enseguida. Entró sin problemas, la mujer estaba petrificada y sus arrugadas manos temblaban. La atmósfera en esa opulencia era aplastante, erizante. El ambiente denso, el olor a desdicha, a vacío. No pudo creer, por un segundo, que Anel pasara ahí sus minutos, sus horas.

Subió sin fijarse en nada, salvo en las voces, con el corazón en la garganta, las manos sudorosas, y, de pronto, un grito de su delicada garganta. No se detuvo, al contrario, tropezando como un demente corrió con mayor ahínco, como si su existencia dependiera de que llegase en milésimas de segundo. La sangre se detuvo al ver a aquella mujer con ese objeto listo para golpear de nuevo a ese cuerpo frágil, suave, limpio, suyo. La escena fue escalofriante, dolorosamente vejatoria.

La detuvo, ubicándose frente a ella. Su mirada era desorbitada, no la de alguien normal, sano. Le importó un carajo haciéndole ver que si no cesaba, él haría algo peor. Funcionó, pero luego esas palabras llenas de desprecio lograron hacerlo sentir las heridas que su chiquilla tenía bien hondas en su pecho.

La odiaba, la odiaba y no comprendía cómo era posible que su propia madre se comportara así, que un ser tan inocente, tan dulce y lleno de maravillosos pensamientos, pudiera vivir de esa forma, sufrir de esa forma.

Sus movimientos débiles lo trajeron a la realidad. La ayudó a subir de nuevo a la camioneta limpiando con delicadeza sus labios rotos. Su mirada seguía vacía. ¡Mierda! ¿Cómo alguien podía ser tan salvaje, tan inhumano?

—Efrén, necesito que vayas al apartamento —lo llamó al ver el cuerpo laxo y asombrosamente lacerado de Anel a su lado. Cuando se bajó, hacía un momento, notó de nuevo un par de marcas en su costado como las de aquella vez, sangraban. El pánico era casi el mismo que aquellos días en los que perdió todo, la sensación de miedo. El dolor generado por la impotencia de no poder hacer nada por alguien que era vital en su vida, fue aún peor.

—¿Qué sucede?

—Es Anel, está mal. —El hombre le informó que enseguida salía hacia allá. Al llegar, la cargó con cuidado, seguía temblando y parecía no reaccionar. Ya en su habitación la recostó sobre su cama—. An, mírame —le rogó, haciendo a un lado su cabello, que en ciertas partes se adhirió por la sangre ya seca.

Dolía como los mil demonios ver su rostro magullado y comprender que no era nada en comparación con su interior. Entender que daría su existencia a cambio de que ella no hubiese pasado por algo semejante, que nunca nadie le hubiese siquiera lastimado.

Tomó su barbilla y la hizo girar. Anel cerró los ojos para no encontrarse con los suyos.

Suspiró dolorosamente recorriendo su cuerpo con mayor atención, examinando con deliberada lentitud. Sí, tenía pequeños hematomas en su abdomen, otros más intensos muy cerca de su pecho, unas mordidas en realidad.

Casi no entraba aire a sus pulmones, dolía cada molécula que aspiraba. Más arriba, otro par. El pecho comprimido le recordó lo que ya su cerebro había registrado al sacarla de ahí.

La tocó alguien, «ese»…

Alzó de nuevo la mirada hasta la de ella y se topó con sus lagunas bicolores observándolo llenos de culpa, miedo, dolor, desazón y carentes de ilusión. Estaban razados, expectantes. Su estrella sabía bien la furia que bullía en su interior, la ira que estaba intentando guardar. Se acercó un poco más, viéndola fijamente.

—Jamás nadie te volverá a dañar, Anel, eso te lo juro —rugió con decisión. Un par de lágrimas saladas escurrieron, ya sin poder mantenerlas presas por su piel lacerada, amoratada y roja de algunos sitios.

—Quiero desaparecer… —habló al fin, pero lo que dijo solo sirvió para hundirlo más en ese pozo en el que sentía, caía junto con ella. Ni en mil años lo permitiría, no su luz.



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En el texto hay: romance, drama, amor

Editado: 05.12.2019

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