Tú, nada más

Aturdido

capítulo 32

Timbró, ansioso, una vez frente a la puerta de vidrio y acero inoxidable. Sabía cuál número era desde aquella vez que ambos fueron.

—¿Sí? —No reconoció la voz. Las manos le sudaban, se sentía un colegial cualquiera, esos que son presas absolutas de las hormonas. Hacía un calor de los mil demonios, las tres y media, eso sin contar el tránsito de la ciudad por la hora. En una mano llevaba la bolsa de regalo con lo que le había comprado y en la otra el pastel. Sabía se veía ridículo, de pie, haciendo lo que se juró jamás volvería a hacer.

Las cursilerías y él eran enemigos acérrimos desde siempre, pero, además, después de lo sucedido hacía tanto tiempo, se prometió jamás usarlas para conquistar a una chica, pues lo único que deseaba en realidad era divertirse un rato y así se los hacía saber. Pero con Anel ya nada era como solía, ni siquiera él mismo. Esa chiquilla lo transformó y lo mejor era que se reconocía en muchos sentidos como aquel chico que enterró seis años atrás y, fuera de molestarlo, le agradaba, le agradaba bastante; pues, de alguna manera, con el paso de las semanas y gracias a su presencia, fue lentamente sanando heridas que no sabía que tenía, fue dejando salir de su memoria los momentos que sí valían de su vida, fue comprendiendo que sí podía controlar lo que haría, que era el dueño de su futuro.

—¿Está Anel? —La mujer que supuso era la encargada del aseo, guardó silencio un segundo.

—¿Quién la busca? —esperaba que no lo dejaran ahí, sin más. No, no la creía capaz, ella no era berrinchuda, tampoco caprichosa.

—Marcel, su novio —mintió deliberadamente, su ex, en realidad, pero eso cambiaría en unos minutos, lo sabía.

—Joven, la señorita salió temprano de viaje. La señora las llevó al aeropuerto al amanecer —desencajado, sintió que las rodillas le fallaban, que el aire no circulaba con normalidad. Inhaló y exhaló, ansioso, recargándose en el muro contiguo con la vista un tanto nublada, percibiendo como el ácido quemaba sus extremidades. Negó asustado.

—No, eso no es posible… Por favor, dígale que necesito hablar con ella, que es importante. —No, no se pudo ir, decidió muy seguro. A lo mejor sí estaba demasiado dolida y quién no, era un bruto en toda la extensión de la palabra. De pronto, la puerta se abrió. Sin esperar, pasó soltando el aire. Dios, por un momento su mundo se tambaleó como hacía seis años, incluso, respirar ardió, ya que el aire parecía estar cargado de algún veneno que no debía entrar a su sistema.

Una mujer menuda aguardaba en el umbral del apartamento. Lo examinó con gesto preocupado, eso lo alertó nuevamente.

—No le miento, la señora Laura me dijo que podría usted venir, me dejó esto para que se lo diera. —En un papel blanco decía «Llámame». Se sentía enfermo, desesperado. Le dio la bolsa a la mujer y marcó completamente fuera de sí.

—¿Laura? —No la dejó ni contestar—. ¿Dónde está? —le preguntó de inmediato.

—Marcel, sabía que llamarías… Se fue a Chicago, con Ariana. —Una losa caída del cielo con una velocidad sobrenatural hubiese sido más indulgente. Dejó caer el pastel ignorando el ruido sordo que esto generó. No, no, Anel no lo podía haber dejado, no, no se podía haber marchado, así, sin más—. Escucha, es lo mejor, tú estás por comenzar una vida, mi sobrina está muy lastimada, son muy jóvenes. No creo que la relación que llevaban ayudara a ninguno de los dos… Anel está creciendo, debe madurar, experimentar… —dejó de escuchar con el aparato en la oreja. Se fue, lo dejó—. No la busques, permite que sane sus heridas, allá está su padre, su hermana… —¡Estaba harto de que todo mundo opinara, de que se creyeran con el puto derecho de decidir por él! Apretó el móvil, rabioso, incluso, más rabioso que aquel día en que descubrió a esa arpía burlándose de él.

—No pienso hacerlo, si ella me mandó al infierno, entonces está bien —dijo y cortó. Bajó por las escaleras sin importarle que fueran diez pisos. Sus corazón martillaba a tal punto que creyó que jamás volvería a su ritmo regular. Corrió, corrió sin importarle que la posibilidad de caer, con el cuerpo, temblando, sumido en pantano negro y pestilente.

Qué fácil había sido para ella, qué sencillo le fue dejarlo, mandarlo a la mierda sin más. Sin dar crédito a lo que ocurría, subió a su camioneta completamente fuera de sí. Su nuca sudaba, sus manos estaban tan apretadas sobre el volante que se veían blancas y sus dientes castañeaban por la fuerza ejercida, sin percatarse, los apretaba.

Al llegar al apartamento, sintió una adrenalina promovida por la rabia y el coraje, comenzó a aventarlo todo lleno rencor, de desazón, de desesperación. Gritando, aferrándose la cabeza, gruñendo y pateando todo a su paso.

¡No lo podía creer!, ¡no podía ser!

Cuando no pudo más, buscó una botella. La abrió aventando el tapón e ingirió sin más su contenido sentado a los pies del sofá en que tantas veces la tuvo a su disposición. Perdió la vista mientras el líquido entraba y caminaba por su interior calentando su estómago.

Podía ir a buscarla, exigirle una explicación, pero, ¿hasta Chicago? Era muy evidente que deseaba alejarse, dejarlo atrás, terminar con todo, incluyéndolo. Tomó otro trago mucho más largo.

¿Por qué sentía que su vida no tenía de nuevo sentido? ¿Por qué carajos hasta respirar dolía como si estuviese entrando ácido? ¿Hubiera sido sencillo continuar esa gélida realidad a pesar de que ella iluminaba su oscuridad como estrellas en la noche? ¿La posesividad era parte de esa maldita necesidad que tenía de sus besos, de sus caricias, de su piel contra su piel? ¿Por qué a su lado todo era mejor, mucho más de lo que alcanzó a desear? ¿Por qué sentía que no podría enfrentar esa nueva realidad sin su frágil presencia, deambulando de aquí para allá de aquella forma tan delicada, tan sutil, tan singular?

Se llevó las manos al cráneo, apretándolo, hirviendo de ansiedad.



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En el texto hay: romance, drama, amor

Editado: 05.12.2019

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