Tú y yo... por siempre juntos

Después de él, éramos dos (flashback)

No sé cómo sobreviví a los primeros meses sin él.

La gente cree que lo más difícil es el momento en que alguien desaparece. Pero no es así. Lo verdaderamente duro viene después, cuando todos retoman sus vidas… y tú te quedas atrapada en una donde ya nada encaja. Una vida llena de ropa sin usar, mensajes sin respuesta, promesas que se quedaron flotando en el aire.

La maternidad llegó como un rayo... y como un refugio.

Lizzy nació una tarde lluviosa. En la sala de partos hubo lágrimas: algunas de alegría, otras de nostalgia. Cuando la vi por primera vez, supe que ya no estaba sola. Que aunque el vacío seguía ahí, ella venía a llenar cada rincón con una nueva forma de amor.

Le puse el nombre que habíamos elegido juntos. Porque en el fondo, aún quería que algo de él viviera en ella.

Su llanto fue el sonido más hermoso... y más aterrador que había escuchado. En ese instante entendí que ya no tenía permiso para rendirme. Que no podía quedarme en la cama llorando por alguien que tal vez nunca volvería.

Ahora ella era mi prioridad.
Ella y yo.
Nuestro pequeño equipo.

Los primeros años fueron un torbellino.

Los pañales, las madrugadas sin dormir, los sustos por fiebre, las carcajadas por cualquier gesto nuevo. Pero también las facturas, las decisiones que debía tomar sola, el miedo constante a no estar haciéndolo bien. Hubo días en que no tenía ni tiempo para ducharme, y otros en los que solo quería encerrarme a gritar.

Sofía venía cada semana a ayudarme, a veces con comida, otras con una conversación que me sacara de mi propio laberinto mental. A veces se quedaba hasta tarde y yo me dormía en el sofá con Lizzy en brazos, sintiéndome agotada pero agradecida por no estar completamente sola.

Hubo noches en que me despertaba gritando el nombre de Lucas. Soñaba que regresaba, que tocaba la puerta y me decía que todo había sido un malentendido. Que había estado atrapado en algún lugar. Que estaba de vuelta. Y siempre, en el sueño, él sostenía a Lizzy en brazos y le cantaba. Como había prometido que haría.

Pero los sueños se desvanecen rápido, y la realidad es implacable.

No podía vivir esperando a alguien que quizás ya no existía.

Empecé a escribir por necesidad, no por inspiración. Al principio eran textos cortos, pensamientos, desahogos. Luego vinieron artículos por encargo, trabajos freelance para blogs o revistas pequeñas. Cualquier cosa que me diera unos cuantos dólares extra. No era mucho, pero era mío. Y con cada palabra que escribía, sentía que recuperaba una parte de mí.

Recuerdo una noche en particular.

Lizzy tenía fiebre. Llevaba toda la tarde inquieta, llorando. Le había dado el medicamento, la había mecido, la había acostado en mi pecho. Eran las tres de la madrugada y yo no podía dormir. Me senté frente a la computadora, con una taza de té tibio al lado y el sonido suave de su respiración en el monitor del bebé.

Escribí un texto titulado: "Ser madre sin manual de instrucciones". Lo publiqué en un blog sin imaginar que se volvería viral.

Días después, recibí correos de mujeres de todas partes. Algunas contándome sus historias. Otras agradeciéndome por poner en palabras lo que ellas no sabían cómo expresar. Me sentí vista. Por primera vez desde que Lucas desapareció, sentí que lo que yo tenía para decir… valía algo.

Esa fue la semilla. Con los años, fui sembrando más.

Construí mi presencia en redes sociales. Escribí relatos sobre maternidad, sobre amor propio, sobre pérdidas que no se ven y duelos que nadie valida. Con cada texto, me acercaba más a mí misma.

Lizzy crecía rápido. Aprendía palabras nuevas todos los días. Me abrazaba con fuerza y decía “mamá” con una mezcla de poder y ternura que me hacía sentir invencible. Pero también había preguntas.

—¿Dónde está mi papá? —me preguntó por primera vez cuando tenía tres años.

No supe qué decirle.

No le mentí. Tampoco le conté todo. Le dije que su papá no podía estar con nosotras por ahora, pero que la había amado mucho. Que ella era un milagro. Que algún día, si ella quería, podría saber más.

Y ella, con esa sabiduría innata de los niños, me abrazó y dijo:

—No importa. Te tengo a ti.

Lloré en silencio esa noche.

La vida no volvió a ser la misma desde que Lucas desapareció. No podía serlo. Pero encontré otra forma de vivirla. Otra manera de amar. Lizzy me enseñó eso. Y también la escritura, que se volvió mi refugio, mi terapia, mi puente con el mundo.

A veces, en reuniones familiares, alguien se atrevía a preguntarme si había vuelto a amar. O si pensaba rehacer mi vida. Y yo simplemente sonreía. Porque no hay una sola manera de rehacerse. Yo ya lo había hecho. Con pedazos rotos, sí, pero también con nuevos ladrillos.

Y con una niña que cada día me enseñaba que a veces los comienzos llegan disfrazados de finales.




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