Tú, yo y otros imposibles

Prólogo

 

Cuatro años atrás

Cuatro años atrás...

—¡Kala! ¿Estás lista? —escucho a mi madre gritar desde la planta baja. 

—¡Sí! ¡Ya bajo!

Compruebo mi reflejo en el espejo. Inmediatamente, una sonrisa se dibuja en mi cara. Sabía que su enfermedad estaba ganando la batalla y, en lugar de rendirse, luchó hasta el último momento. Aunque sus fuerzas eran mínimas, quiso cumplir su promesa de terminar el espejo que empezamos juntos años atrás. Recuerdo que mamá entraba en el garaje a llevarnos la comida y regañarnos cuando pasábamos más horas de las necesarias tallando, puliendo o barnizando, pero nunca pasó tiempo ahí. Era como si tuviera miedo de ver las últimas horas de papá, como si no estuviera preparada para despedirse. Yo, sin embargo, estaba decidida a pasar hasta el último segundo de su vida a su lado.

—¡Ya están aquí!

—¡Voy! —grito de vuelta limpiando la pequeña lágrima que ha comenzado a rodar por mi mejilla.

Aliso los pequeños pliegues del vestido, coloco un par que cojines que aún seguían en el suelo y echo un último vistazo a la habitación para comprobar que esté perfectamente ordenada.

Cruzo el pasillo y hago lo mismo con la que será la habitación de mi hermanastro. Se me hace raro tener un hermano, siempre he estado yo sola, pero será cuestión de acostumbrarse.

—¿Está todo listo?

—Sí, mamá, tranquila —respondo apoyada en la barandilla de la escalera observando cómo lleva un jarrón con flores de un sitio para otro—. Ahí queda bien.

—¿Tú crees? No lo sé, quizás lo mejor sea quitar las flores... Tener ramos esparcidos por toda la casa es demasiado femenino, ¿verdad? Sí, sí lo es, lo mejor es que las quite y ponga algún portarretrato o algo similar que los haga sentir también en casa. —Las palabras escapan de su boca con tal velocidad que me cuesta seguirla. Está tan nerviosa que me contagia su nerviosismo.

—Para —susurro quitándole el jarrón de las manos para dejarlo sobre la mesa del salón—. Las flores son perfectas, estas preciosa y estoy segura de que seremos capaces de hacerlos sentir que esta es su casa.

Una sonrisa sincera adorna sus labios al tiempo que me estrecha contra su pecho. Está temblando, sé que para ella es muy importante que tanto Adam como su hijo sientan que este es su hogar. Incluso, puede que siga temiendo que la odie por meter a un hombre en casa que no sea papá, aunque le haya dicho en múltiples ocasiones que no es el caso.

—Papá querría esto. Querría que fueras feliz.

—Yo también lo echo de menos, cariño. —El momento emotivo termina con el sonido estridente del timbre que anuncia la llegada de nuestros nuevos compañeros de casa—. ¿Cómo estoy?

—Genial.

Asiente convencida acomodándose el pelo castaño detrás de las orejas. Estira la blusa blanca con escote redondo y mangas con volumen, sube un poco su tejano —aunque estaba bien colocado— y se acerca a la puerta decidida a empezar su nueva vida.

—¿Lista? —La mano en el pomo espera impaciente mi respuesta.

La verdad es que no. No estoy preparada para dejar que el recuerdo de papá se mezcle con la presencia de un hombre al que apenas conozco y su hijo al que no he visto ni una sola vez. No estoy lista para tener un hermanastro ni para acostumbrarme a los horarios de baño que tendremos que compartir. No quiero tener que llevar siempre el pijama conmigo por miedo a que lleguen en cualquier momento y me encuentren desnuda saliendo de la ducha. Pero, sé que es lo que papá habría querido y sé que Adam ama a mamá. Así que, aún con el nudo en la garganta, pronuncio una respuesta afirmativa.

—Lista.

La puerta chirría al abrirse. El silencio y los nervios contenidos a ambos lados de la misma establecen una barrera que no deja salir al sonido de ahí.

En cuanto la madera deja de ser un obstáculo, los brazos de Adam se extienden hacia mi madre, envolviéndola en un poderoso abrazo que no hace más que afianzar mi creencia del amor que se profesan.

Mis ojos abandonan el derroche de sentimientos de la parejita y viajan directos a las cuatro grandes maletas que acompañan a Adam.

Demasiadas maletas para él solo.

Es entonces, cuando la voz de mi madre pone en palabras lo que ronda mi mente.

—¿Y Dylan? —dice con cierto temor a recibir una mala noticia.

Doy por echo que Dylan es su hijo. El nombre de mi hermanastro desconocido y futuro compañero de cuarto de baño.

Adam se gira nervioso, como si no se hubiera percatado de la ausencia del tal Dylan.

—Estaba aquí hace un momento. —Mira de un lado para otro sin encontrarlo—. ¡Dylan! —eleva la voz para que lo escuche donde quiera que esté.




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