Tú, yo y otros imposibles

1. Un verano inolvidable

 

—Relájate, no puede ser tan malo

—Relájate, no puede ser tan malo.

—¡Claro que lo es! Es de Dylan de quien estamos hablando. Nunca nos hemos soportado, ¿por qué lo haríamos ahora?

—Hace dos años que no lo ves, quizás ha cambiado. —Se encoje de hombros como si la cosa no fuera para tanto.

Hace tres años partió a San Francisco, para cursar la carrera en la universidad de allí. No era lo que habíamos hablado, lo que teníamos planeado. Tomó la decisión de un día para otro y sin comunicárselo a nadie con más de doce horas de antelación de que saliera su vuelo. El primer año volvió para Acción de Gracias y, aunque prometió volver para Navidad, nunca lo hizo. Desde entonces no lo veo, no sé nada de él más allá de lo que le comenta a mi madre y su padre.

—No lo ha hecho, Liv. Dylan es Dylan y lo será siempre.

—¿Y qué significa eso exactamente? —Ella lo conoce así que no sé a qué viene esa pregunta.

—Es... es arrogante.

—Tiene buena autoestima —refuta.

—Es molesto.

—Le gusta picarte, en realidad.

—Es un mujeriego.

—Está soltero, Kala. Es libre de hacer lo que quiera siempre que no hiera a nadie.

Bufo molesta. Puede que a mí sí me hiera.

—Pero, ¿qué pasa contigo? ¿Eres mi amiga o la suya? No me ayudas —lloriqueo dejándome caer en la cama.

Sé que quiere decir algo más, pero como siempre decide dejarlo para sí misma. No voy a insistir, no soltará prenda. Opto por rodar los ojos y rogarle a mi vocecilla mental que no la tome con ella, no sabe lo que dice.

Mi mejor amiga me mira como si estuviera haciendo un drama de un grano de arena, pero la realidad es que pasaré el verano en una gran ciudad junto a Dylan, mi hermanastro. El drama está más que justificado.

Cuando hablé con mamá días atrás y le dije que quería que este verano fuera inolvidable, no me refería a esto. Quería hacer un pequeño viaje con Olivia, disfrutar juntas de los lagos del sur y volver a casa después de tres semanas de ensueño. En nuestros planes entraba hacer hogueras en mitad del bosque, dormir en la caravana que le pediríamos prestada a su padre y bañarnos en aguas cristalinas a los pies de imponentes montañas. Sin embargo, todo quedó en un quiero y no puedo.

—¿¡Eres consciente de que pasaremos el verano separadas!? —elevé la voz un poco exaltada. ¿De verdad no veía la gravedad del asunto?

Su risa resonó en la estancia. Mi vuelo salía en unas horas y seguía con la ropa esparcida por toda la habitación. Tres camisetas hacían de alfombra sobre los listones de madera del suelo, un pantalón colgaba de la lámpara alta que tenía junto al escritorio y algunos calcetines salpicaban el desordenado cuarto aquí y allá.

A Liv le parecía graciosa la situación, se dedicaba a reírse de mis quejas mientras me ayudaba a doblar la ropa e introducirla en la maleta que ella misma decidió bajar de la parte superior de mi ropero. A veces me desespera la facilidad que tiene para adaptarse a las nuevas situaciones. Sortea los obstáculos que va encontrando en el camino sin cogerse grandes pasiones. No deja que los baches la intimiden, por muy grandes que sean.

El sonido de los nudillos de mamá golpeando la puerta de mi habitación hizo que mi corazón se encogiera un poco.

—Cariño, ¿ya tienes todo list...? —Su voz se apagó cuando la abrió por completo y vio el desastre que había causado mi rabieta de niña pequeña-. Ankala Brown, tienes diez minutos. —Esta vez era una advertencia, una amenaza cariñosa que me dejó bien claro que si no terminaba de hacer la maleta me enviaría a San Francisco con lo puesto.

—Yo me ocupo —aseguró Olivia con una sonrisa amable, confiada en hacerme entrar en razón.

—Gracias, mi cielo.

Cuando la puerta se cerró, me senté como un indio en el suelo, crucé los brazos y me negué a hacer nada. No me iba a ir, no quería. No podían obligarme a pasar tres meses con Dylan.

—No pienso hacer nada.

Vi cómo mi mejor amiga me miraba por el rabillo del ojo, se encogía de hombros y seguía con su tarea. Una tras otra doblaba las camisetas, vestidos floreados y petos tejanos para luego introducirlos en la maleta. Creí que diría algo, es más, estaba esperando una charla motivacional que me hiciera cambiar de opinión, pero no salió nada de sus labios.

—¿Liv? ¿No vas a decir nada? —susurré molesta sin perder mi postura de enfado, para que no se confundiera mi preocupación con una sutil aceptación de lo que estaba sucediendo.

—¿Qué quieres que te diga? Sabes lo que voy a decirte y sé que harás como si no te importara lo que sale de mi boca. Luego vendrás, me abrazaras, me dirás que tengo razón y que no sabes cómo puedo seguir siendo tu amiga.




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