Tú, yo y otros imposibles

4. Un acuerdo insólito

 

Estoy tan acostumbrada a madrugar que no me sorprende abrir los ojos segundos antes de que el sol asome en el horizonte

Estoy tan acostumbrada a madrugar que no me sorprende abrir los ojos segundos antes de que el sol asome en el horizonte. La brisa matutina es fresca y húmeda, a diferencia de la calidez seca de Bismarck. No soy capaz de ver el sol abriéndose paso entre los pétalos amarillos de los girasoles. Aquí solo se vislumbra la luz anaranjada en el reflejo de los grandes ventanales de los edificios. Me pregunto las tonalidades que habrá adquirido el cielo en Dakota. Allí los naranjas son tan intensos que podrían confundirse con rojo, los violáceos están ligeramente tintados de rosas que se mezclan con los amarillos y crean un degradado único y perfecto cada mañana. 

Me froto los ojos, tratando de alejar el cansancio. Antes de abrirlos sabía que Dylan no estaba a mí lado, ya no sentía su calor, su presencia. De no ser por las sábanas desordenadas y los estragos que había causado en mi cuerpo, habría dudado de la veracidad de mis recuerdos de la noche anterior. Dylan estuvo aquí, a mi lado, abrazándome, alejando la oscuridad; tocándome como si tuviera miedo de que me rompiera, como si fuera su reliquia más preciada.

Una parte de mí se alegra de no tener que lidiar con la incomodidad que supondría despertar a su lado; la otra, lo odia un poco más por volver a irse. Aunque supongo que ya debería estar acostumbrada. 

Niego intentando sacarlo de la cabeza, enfadada conmigo misma por seguir esperando algo de él. 

Saco el móvil, con intención hablar con Liv, pero ella ha sido más rápida. 

Liv 6.00 a.m: ¡Buenos días! ¿Qué tal tu primer despertar en la gran ciudad? 

Kala 6.32 a.m: Horrible. Mira. 

Saco una foto y se la envío. 

Liv 6.33 a.m: ¡Pero serás exagerada! Es precioso, Kala. El sol refleja en tantos sitios que es como si tuvieras mil amaneceres a tu alrededor.

Kala 6.34 a.m: Pero no es casa.

Casi puedo verla rodar los ojos y esbozar una sonrisa. Estoy segura de que si me tuviera delante estaría poniéndome las manos en los hombros para zarandearme un poco.  El móvil comienza a vibrar en mi mano, anunciando una llamada entrante que no puede ser de nadie más a esta hora. 

—Lo será durante tres meses, así que vete acostumbrándote. 

—¿Solo me llamas para recordarme eso? —pregunto con fingida indignación—. Y yo que pensaba que éramos amigas... 

—Creo que la distancia te vuelve más dramática. —La escucho reír desde el otro lado de la línea.

—Bueno, ¿tú cómo estás?

—Bien, justo voy saliendo de casa, Andy me ha invitado a pasar el día con su familia. —Su voz se convierte en un susurro tímido que me enternece el corazón. 

—¿¡En serio!? ¡Olivia Madison! ¿Eres consciente de lo que eso significa? 

—Sí... Sé que él ya conoce a mi padre y todo va bien pero... no sé. ¿Y si no le gusto a su familia? 

Sonrío pensando en su cara de preocupación. Mi amiga es una de las personas más seguras que conozco, pero como todos, tiene sus momentos de flaqueza. 

—Les vas a encantar, solo se tú misma, ¿vale? Te llamaré pasa saber qué tal ha ido todo.

Su relación con Andrew es tan bonita y pura que no creo que nadie fuera capaz de interponerse entre esos dos. Además, sé de primera mano que ambos lucharían contra viento y mareas enfurecidas por llegar al otro. 

—Gracias. ¡Por cierto! No me olvido de lo que sucedió anoche, pero ya lo hablaremos. Te quiero. 

—Y yo —me despido con el corazón en la garganta.

Dejo el móvil en el escritorio y vuelvo sobre mis pasos, cansada y algo derrotada por la situación. No me puedo creer que esté en la otra punta del país, perdiéndome el primer encuentro de mi mejor amiga con sus suegros, alejada de mamá, de Adam, del recuerdo de papá y con la única compañía de mi hermanastro.

Arrastro los pies por el pasillo, en busca de una ducha fría que calme mis músculos adoloridos por la posición fetal en la que me quedé dormida en el sofá, y me deshago del vestido verde que visto desde ayer. El sonido del agua ahoga el ruido del tráfico que comienza a despertar en la ciudad, la pesada sensación de tirantez desaparece y es entonces cuando me permito cerrar los ojos y disfrutar de la fresca caricia del agua sobre la piel.

—¡Necesito entrar! —escucho que gritan desde afuera. 

—Me estoy duchando, ¡ni se te ocurra! —respondo de la misma forma cerrando el grifo, pero ya es demasiado tarde. La puerta se abre de par en par, mi hermanastro entra directo al váter y una ráfaga fría me azota sin piedad.

—¡Dylan! 




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