Tú, yo y otros imposibles

5. Una videollamada inesperada

 

—¿Como hermanastros? —Enarca una ceja el moreno tratando de analizar la retahíla que acaba de salir de mi boca

—¿Como hermanastros? —Enarca una ceja el moreno tratando de analizar la retahíla que acaba de salir de mi boca.

Asiento tragando el segundo whisky que me sirvió hace unos minutos. 

—No sé qué cojones le prometió a Alisha, pero parece otra persona. 

—¿Alisha?

—Su madre. 

Confieso que a esa mujer es difícil decirle que no a cualquier cosa que te pida. Es tan dulce, atenta y transparente que cuesta negarle nada. No me extrañaría que tuviera algo que ver con el cambio de actitud de Kala. 

—¿Por qué dices que parece otra persona? —inquiere apoyando los codos en la barra. 

—La veo diferente, más... distante. 

—¿No crees que después de lo que sucedió es normal?

Podría, pero no en ella. Kala no es normal. Es... única. Su gusto por hacer drama de todo al principio me sacaba bastante de quicio pero aprendí a lidiar con ello. Es su forma de enfrentarse a todo aquello que la supera. 

—No. La Kala que conocí hace tres años se habría lanzado sobre mí nada más verme. Me habría insultado, habría intentado darme algún golpe sin fuerza o gritado lo mala persona que fui, que soy... —reflexiono en alto. 

—¿Pero...? 

—Pero en lugar de eso, obvia lo sucedido. No ha intentado cruzar conmigo más palabras de las necesarias, no ha pedido explicaciones ni me ha jurado odio eterno. 

—¿Tú has hecho algo por hablar con ella del tema? —Niego—. ¿Y te gustaría hablarlo? 

—No.

—¿Entonces cuál es el puto problema, Dylan? Llevas media hora lamentándote por algo que no sucede y no quieres que suceda y cuando ella te propone actuar como los hermanastros que son, te cabreas. ¿Qué esperas de ella? ¿Que corra a tus brazos y te diga que no te ha olvidado? Porque si la respuesta a esa pregunta es un sí, déjame decirte que eres gilipollas. No puedes pretender que después de dos años sin siquiera una llamada venga y se tire a tus brazos. 

Sus palabras me descolocan. Tampoco sé muy bien qué esperaba de ella. Una parte de mí esperaba escuchar todo lo que no le dejé decirme cuando me marché; otra quería enterrar su recuerdo en los confines del subconsciente y actuar como si nada hubiera pasado, a pesar de que una pequeña vocecilla me gritaba que era imposible olvidarla. 

—La llamé —confieso por primera vez en años. 

—¿Q-qué? 

Sale de detrás de la barra para tomar asiento en la butaca de mi lado. Su mano en mi hombro es lo que me anima a continuar. 

—Los primeros meses aquí fueron un infierno. No podía sacármela de la cabeza, mirase a quien mirase siempre la veía a ella. Escuchaba su risa en la calle y me volteaba a buscarla como un idiota, me levantaba temprano para preparar el desayuno para los dos y la buscaba en los amaneceres. —Sonrío pensando en la estampa preciosa de la que disfrutaba en silencio todas las mañanas. Nunca le dije que la observaba en su ritual matutino rodeada de flores, pero ahí estaba yo, como un buen acosador—. Así que, después de que Julia me recogiera inconsciente de aquel callejón... la llamé. No sé qué esperaba, quería pedirle perdón o simplemente darle la oportunidad de gritarme lo idiota que era, pero nunca respondió. Lo intenté durante una semana, hasta que me di por vencido. 

—Por eso la tratas como si nada hubiera pasado...

Asiento. 

—Ella dio el primer paso. Nunca me dejó explicarme ni buscó una razón. Dio por echo que era un mentiroso que no merecía ni un segundo más de su tiempo y yo dejé que pensara eso. 

De un trago me termino el contenido del vaso. El estruendo del cristal sobre la mesa acapara las miradas de algunos rezagados que parecen haber amanecido en el bar. 

—No puedes culparla de eso, desde su perspectiva todo lo que sucedió es muy diferente a la realidad. 

—No lo hago, pero podría. Ella se creó su propia historia por miedo a enfrentarse a una verdad más dolorosa. 

—Tú hiciste lo mismo. —Da un par de golpecitos en mi espalda antes de levantarse y volver a su puesto. 

Por mucho que sea el dueño, Anthony siempre está al pie del cañón. Turno tras turno, día tras día. Luchando por mantener el legado que le dejó su padre antes de morir. 

—Ponme otro —pido algo irritado por su última afirmación. Sé que tiene razón, pero no me apetece analizar lo que hice hace dos años. Por mucho que quisiera, que no quiero, no podría cambiar nada. 

—Te va a hacer falta. 

Sus ojos señalan a la morena con tacones de aguja que entra por la puerta del bar. Sus pasos vienen directos a mí, como abeja a la miel. 




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