Tú, yo y otros imposibles

6. Una confesión borracha

 

La rapidez y agresividad con la que abandona la casa me deja temblando

La rapidez y agresividad con la que abandona la casa me deja temblando. El sonido del portazo es tan estremecedor que me encojo sobre mí misma mientras observo atónita la puerta que, estoy segura, está a nada de caer al suelo.

—¿Cariño? —La voz de mi madre me trae de vuelta.

En los ojos de Adam veo un destello oscuro del que nunca antes me había percatado, parece frustrado, enfadado. Soy conocedora de los problemas que ha tenido con Dylan en los últimos años. Aunque mucho los achacan a la rebeldía repentina del moreno, estoy segura de que hay mucho más detrás. Lo sé. No sé cómo ni puedo argumentar el porqué, pero lo sé.

Mi madre, sin embargo, me mira preocupada desde el otro lado del teléfono, esperando una explicación de lo sucedido que nunca llegará. No comprendo qué ha hecho que explote ni por qué lo ha hecho de esta manera, pero intentar comprender a mi queridísimo hermanastro suele ser... complicado.

—Tranquilos, hablaré con él. Felicidades por la noticia, estoy deseando acompañarte al altar, mamá —miento descaradamente. No me malinterpreten, me alegra que mi madre sea feliz y haya encontrado una buena persona con la que rehacer su vida. Ese no es el problema, es más, si no fuera por la estúpida norma y sus inmensas ganas por formar una familia que no éramos, no habría ningún problema.

Los veo asentir preocupados con la emoción bailando en sus iris antes de colgar y salir corriendo tras Dylan.

Bajo las escaleras con el corazón en la boca y la cabeza completamente desordenada.

No sé por qué no me dijeron nada de que la verdadera razón de mi viaje a San Francisco era su boda. ¡Se casan! Se casan y no han sido capaces de decírmelo antes. Me siento traicionada y dolida. Tengo que hablar con Liv, sé que ella será la única capaz de comprender la magnitud de mis sentimientos enredados.

Paso como alma que lleva el diablo por el portal, obviando la mirada preocupada de Bob, al que intento tranquilizar con una media sonrisa —que no me llega a los ojos— antes de salir a la calle.

—¡Dylan! —grito cuando lo veo avanzando hacia su coche dando grandes zancadas. Mi voz logra que sus músculos se tensen, pero no se detiene. Continúa como ciclón enloquecido dispuesto a arrasarlo todo sin miramientos. —¿¡Puedes parar!? —Vuelvo a intentarlo mientras avanzo hacia él. —Por favor —susurro en un último intento por conseguir su atención.

Eleva la mirada buscando mis ojos antes de entrar en el coche, pero lo que veo cuando logra encontrarlos, me congela en el sitio. Es ira, rabia; una tan profunda que lo desconozco. El chico que me mira desde el otro lado de la calle con el pelo alborotado y ceño fruncido, no es Dylan, al menos, no el que tocó mi puerta cuatro años atrás y decidió que era buena idea llamarme hermanita para hacerme rabiar.

—Déjame en paz —advierte entre dientes.

—¡No! ¿Puedes dejar de actuar como un crío malcriado y parar un segundo para hablar las cosas?

—¿Hablar? —bufa con sorna—. ¿Cómo puedes estar tan tranquila? ¡Llevan semanas ocultándonos la verdad! ¡Te han obligado a venir a la otra punta del continente para conseguir que nos llevemos bien! ¿¡Es que no lo ves!? Nos tratan como jodidas marionetas de su historia perfecta.

Sus palabras calan más profundo de lo que pensaba. Puede que yo también esté enfadada y, la verdad, es que no sé cómo sentirme al respecto. ¿Es egoísta por nuestra parte? ¿Es que acaso no queremos que nuestros padres rehagan su vida? ¿Por qué debería afectarnos tanto que estampen su firma en un estúpido papel?

—Se merecen ser felices...

Suspira con pesadez, rodando los ojos.

—Eres demasiado inocente, no te das cuenta de lo que está haciendo.

—¿De lo que está haciendo quién?

Me mira unos segundos más con los labios entreabiertos y las palabras en la punta de la lengua. Parece estar teniendo un debate interno interminable. Pero, finalmente, sube al coche negando.

El rugido del motor es toda la respuesta que obtengo por su parte. Sé que nunca le ha gustado hablar las cosas cuando suceden. Él necesita su espacio, dejar que sus pensamientos se enfríen y esperar a que su ritmo cardíaco vuelva a la normalidad, antes de siquiera mentar el problema. Yo, por el contrario, soy de hablar las cosas en caliente. No me gusta dejar pasar el tiempo, porque mi enfado suele ir en aumento y es más complicado hacerme entrar en razón.

Suspiro pesadamente golpeando el asfalto en el que me ha dejado plantada y vuelvo al interior del edificio sin muchas ganas de nada. Aunque me cueste admitirlo, y una parte de mi cerebro no vaya gestionar correctamente este pensamiento, me supera ver a Dylan así. Sé que toda esa ira y rencor terminarán pasándole factura. Porque por mucho que huya, los sentimientos no desaparecen, simplemente se transforman y de una forma u otra, terminarán arrastrándolo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.