Tú, yo y otros imposibles

26. Un sueño silenciado

 

Su amenaza de tirar el móvil por la ventana me ha hecho gracia, hasta que he comprendido que lo decía totalmente en serio

 

Su amenaza de tirar el móvil por la ventana me ha hecho gracia, hasta que he comprendido que lo decía totalmente en serio. Una parte de mí no se ha preocupado ni un poquito, porque tenía lo que quería a mi lado y el resto del mundo me sobraba; la otra, por el contrario, me ha susurrado que el mundo sigue girando aunque yo me niegue a hacerlo con él. Un calambre poco agradable recorre mis músculos, se han contraído con tanta brusquedad que un quejido escapa de mis labios. No debería ser así. No me gusta que sea así, que es diferente. Quisiera poder seguir entre sus brazos. Me encantaría que mis sentidos se mantuvieran nublados por su fragancia un poco más, lo justo como para hacerme a la idea de que tengo que separarme de él. Lo suficiente como para seguir un par de minutos viviendo en un sueño irreal en el que solo somos Kala y Dylan, sin etiquetas, sin parentesco impuesto.  

Ni siquiera me atrevo a mirarlo a los ojos cuando alargo la mano para coger el móvil. No quiero tener que pedir perdón por obligarnos a romper la burbuja en la que nos hemos acostumbrado a aislarnos de vez en cuando. 

Somos un nudo en tantos sentidos que por mucho que nos alejemos con rapidez parece que aún seguimos enredados. Quizás las palabras que hemos dejado en el aire hayan comenzado a calar en el otro. A lo mejor son las caricias que nos robamos si no hay nadie mirando o los besos que disfrutamos cuando sabemos que los focos no están sobre nosotros.  Ya no me planteo si está bien o no acercarme a él. Miento. Sí lo pienso, pero obtenga la respuesta que obtenga, termino cediendo a su cercanía. Eso es un problema. Uno tan gordo que temo no saber pararlo. 

—¡Cariño! ¿Cómo van las cosas por ahí? ¿Cómo están mis niños? ¿Has hecho amigos? ¿Te está gustando la ciudad? ¿Preparaste bien la maleta o necesitas que te mande algunas cosas? ¿Estás cómoda en San Francisco?

Sus preguntas suelen ser un soplo de aire que azota las ventanas, aunque te perturban momentáneamente la tranquilidad, terminas acostumbrándote a ellas como a la brisa fresca. En este caso, son agua que se precipita al vacío. No es porque me haga muchas en poco tiempo ni porque le tiemble un poco la voz, sé que es la emoción de saber de mí, de nosotros. Para ser sincera, no sé qué es lo que la delata, solo que algo lo hace. A lo mejor es ese vínculo que se creó entre nosotras cuando estuve nueve meses en su interior o lo cercanas que hemos sido siempre. 

—¿Qué pasa? —susurro para no alarmar a Dylan. Tampoco es que esté cerca para escucharlo, desde que entendió quién llamaba, supe que desaparecería de mi lado. Ni siquiera lo miré cuando buscaba leer mis ojos, sabía que en ellos no encontraría lo que quería. Puede que el bosque que se escondía en mis iris fuera tan inmenso como infinita era mi necesidad de su compañía, por eso no lo miré. Él necesitaba irse, necesitaba huir, como siempre, y esta vez no sería diferente, yo sería incapaz de dejarlo ir. Porque quería que se quedara conmigo, lo ansiaba con cada maldita célula de mi cuerpo aunque no debiera.

—Nada, no pasa nada —ríe en un vago intento por quitarle hierro al asunto—. Es que en las noticias han anunciado que se espera una bajada de las temperaturas en San Francisco en los próximos días. Sabes que el cambio climático está poniendo las estaciones del revés y quería asegurarme de que no te faltaba nada. No recordaba si te habías llevado tu abrigo favorito hasta que he subido a tu habitación lo he visto sobre la silla. He pensado que quizás se te había olvidado. Además, ya sabes que siempre has sido propensa a enfermar con resfriados, los atraes como un imán y...

—Mamá... 

—Lo siento, estoy siendo demasiado madre actuando de madre, ¿verdad? Es solo que es extraño no tenerte aquí, abejita. Te echo de menos. 

Cierro los ojos cuando escucho el apodo que años atrás me había puesto mi padre. Decía que pasaba tanto tiempo entre los campos de flores como las abejas. «¡Amor! Cuidado que la pequeña abeja reina se ha enfadado. Pero tranquila, zumba mucho y pica poco, valora su vida por encima de ganar una pelea, ¿verdad, abejita?» Era su forma de decirme que eligiera bien mis batallas. Esa noche tenía razón, no merecia la pena ganarme un castigo por escaparme para ir a ver a Olivia. «No sé porqué sigues llamándome así, ya no tengo tres años. Además, una reina debería tener poder y aquí lo tienen tú y mamá, no yo», le respondí todo lo digna que podía subiendo los escalones resignada. «El poder no te convierte en reina, el corazón sí, abejita. ¡Descansa!», lo escuché gritar desde el salón antes de cerrar la puerta de mi habitación. Nadie más se atrevió nunca a llamarme así, era algo entre papá y yo. Hasta que mi madre comenzó a utilizarlo también. La primera vez fue el día de su funeral, era forma de decirme que él siempre estaría con nosotras. 

—Yo también te echo de menos. ¿Sabes qué suele funcionarme? 

—Sueña en alto, Kala —Río mirando por la ventana el amanecer rebotando en las mil ventanas de los grandes rascacielos que tenemos al rededor.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.