Tú, yo y otros imposibles

27. Una certeza tranquilizadora

 

Ni la ducha ayuda
Ni la ducha ayuda. Tampoco debería sorprenderme, sé perfectamente qué funciona para sacarla durante unos efímeros segundos de mi cabeza. La cuestión es que esta vez quiero que duela, quiero que se claven sus palabras en mi mente y desgarren las esperanzas. Quizás sea la forma más simple de asumir que no podemos tener un futuro juntos porque ni siquiera somos capaces de sostener el presente. Sí, dije que me gustaba ser un secreto a voces. Lo retiro. No me gusta callar cosas que quiero gritar. No me gusta apartarme de su lado cada vez que nuestra familia entra en juego. No quiero tener que dejar de mirarla por miedo a que mi padre vea que nunca la olvidé. Sobre todo, odio la sensación de que Kala huye cada vez que recibe una llamada desde Dakota. Odio verla tensa y leer la culpabilidad en sus ojos cuando se atreve a mirarme. ¿¡Qué cojones se supone que estamos haciendo mal!? Nada, joder. Detesto ver cómo se escurre entre mis dedos.

Llevo tantas horas dando vueltas por la ciudad que pierdo el hilo del tiempo. No me preocupo por comer o hacer algo útil con mi vida. Estoy tan enfadado, tan cansado de dejarla ir que obvio las necesidades básicas de mi cuerpo. Parar en el bar de Thony y beberme mi peso en alcohol no deja de parecer una oferta tentadora, hasta que recuerdo los ojos de Julia cuando me encontró en aquel callejón. Cuando digo que esa mujer se merece el cielo, lo creo de verdad.

Lo recuerdo como si fuera ayer y un fino velo lo cubriera. Lo había intentado todo. Ni el alcohol ni las drogas que me ofrecieron aquella noche me ayudaron a sacarla de mi cabeza. Aún podía ver el bosque de sus ojos abrirse frente a mí con una facilidad escalofriante. Pero es que Ankala Brown era demasiado para poder borrarla de un plumazo. Su risa resonaba en todos los rincones, creía verla cuando sabía que estaba a más de dos mil kilómetros de distancia. Juro que notaba su cercanía las noches que más la necesitaba. Estaba tan jodido que me había liado con la primera morena de ojos verdes que se le parecía. Era enfermizo. Estaba tan perdido que no vi venir cómo acabaría esa noche. A quién quiero engañar. Lo supe en el momento en que salí tambaleándome de aquel bar y vi a los tres tíos fumando apoyados en el muro de piedra.

—No no, era una guarra. Estuvo rogando por mi atención toda la noche. Me cogió de buen humor y terminé follándomela —relató el más alto en tono jocoso.

Lo cierto es que esas palabras me parecieron tan asquerosas que quise darles una paliza, necesitaba descargar la ira, la decepción, la tristeza de alguna forma. Quería probar si esta sería efectiva.

—¿Tuviste que avisarla de cuando se la habías metido? Comentan que el tamaño no importa, pero estoy seguro de que esa pobre chica diría lo contrario.

Los tres se giraron en mi dirección en cuanto la primera palabra salió de mi boca. Iba a obtener lo que quería, lo supe antes de que el primer golpe llegara a mí.

—¿Qué cojones acabas de decir? —Me retó el aludido. Él también quería esto, lo veía en el color burdeos que adquirió su cara y la media sonrisa que no hacia justicia a su humor.

—Déjalo, Ray. ¿No ves cómo va?

En otro momento habría apreciado el infructífero intento de calmar a su amigo. No lo hice entonces. Quería eso. Lo necesitaba.

—¿También eres sordo? Joder, tío. Normal que la chiquilla saliera corriendo —terminé de provocarle dando un par de pasos en su dirección.

Su mecha era demasiado corta como para necesitar otro empujón. Conté dos segundos hasta que su puño impactó contra mi mandíbula. Cinco hasta que fui capaz de devolverle el golpe para que me diera con más fuerza. Diez hasta que sus amigos intentaron separarnos. Dejé de contar cuando los golpes se sucedían sin control.

Mentiría si dijese que no me lo busqué, que no lo provoqué. Es muy jodido admitir que cada golpe borraba un trazo de su cara de mi mente. Con el primero, dejé de ver pelo ondeando al viento. El segundo desdibujó sus labios hinchados. No sé cuántos necesité hasta que la borré por completo. Lo único que recuerdo es que sus ojos no me abandonaron hasta que caí inconsciente. En ese instante en el que el dolor pasó de ser emocional a tangible, supe que todo iría bien aunque iba demasiado mal. En aquel oscuro rincón del universo me sentía vacío. Sin ella, sin nadie. Completamente solo ante una infinidad de oportunidades y nuevos comienzos. No había dolor, rencor, decepción ni tristeza. No había nada. Jamás imaginé que la ausencia de Kala fuera sinónimo del vacío más absoluto.

No sé cuánto tiempo pasé ahí. ¿Inconsciente? ¿Muerto en vida? ¿Había diferencia? Según mi experiencia, no. Vivir sin ella me estaba matando poco a poco. No es que fuera su culpa. Jamás sería capaz de responsabilizarla de mis acciones. Me odiaba a mí mismo por dejarla creer que no me importaba, por no aclararle la situación. La odiaba a ella por asumir lo peor de mí, por desechar con tanta facilidad las promesas que nos habíamos hecho. Odiaba a nuestros padres por haberse conocido y ponernos en esta situación. Detestaba a mi padre por no confiar en mis intenciones con Kala, por imponerme que me alejase de ella y evitar que contactara con ella. Ahora más que nunca lo odio por añadir leña al fuego, por castigarlo y cerrar la comunicación tan necesaria de los primeros días alejados. Sé que no fue su decisión no atender mis llamadas la primera semana. Sé que fui yo quien desistió después de siete días sin respuesta, pero también es verdad que meses más tarde, cuando decidí volver a intentarlo fue completamente su decisión dejarme en el buzón. Para ella no era importante una explicación, solo quería cerrar la puerta y yo debía dejarla cerrada. Quizás así habría sido más fácil.




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