Tú, yo y otros imposibles

28. Un deseo hoy, aquí, ahora

KALA 

 

Estaba en todo mi derecho de estar enfadada con el mundo. Con la existencia en sí misma. Podría haber destrozado algún jarrón caro importado de China si hubiera tenido la oportunidad y no se me echaría en cara. Estoy a un par de días de cumplir diecinueve años, todavía tengo licencia para dramatizar de más. Puedo sentarme a llorar en una esquina o comenzar a enumerar todos los culpables de que esté en esta situación. No es que eso aumente exponencialmente mis probabilidades de sentirme mejor pero, al menos, la carga sobre mis hombros disminuirá. Aunque lo consiga durante un corto periodo de tiempo. Quizás sea lo suficiente como para volver a respirar con normalidad sin sentir que las espinas se clavan en el músculo con cada inspiración. 

Echar balones fuera sonaba bien. Odiar a mi madre por ir a ese baile de pueblo en el que conoció a Adam. Odiar a Adam por enamorarse de una mujer con un corazón roto. Odiar a la madre de Dylan por traerlo al mundo. Odiar la química que existió entre nosotros desde el primer día. Odiar que nos prohibieran lo único que consiguió hacernos sonreír en esos años. Podía odiar tantas cosas y todas serían tan injustas. Además de imposible. Cuando le confesé llevar años intentando odiarlo, no mentía. Tampoco cuando dije haber llegado a desarrollar ese sentimiento dañino hacia mi misma por no poder hacerlo con él. Una voz me gritaba que Dylan no sería capaz de dejarme atrás y cambiar de libro sin saber cómo terminaba el nuestro. Ya casi parece una broma pensar en nosotros como en un pack cuando lo que nos rodea no deja de recordarnos que pertenecemos a la individualidad de cada uno. Somos dos, quizás jamás fuimos uno. O eso debía repetirme para no desgarrarme cada vez que pensaba en lo que habíamos perdido. Nos habíamos perdido. 

El cielo seguía oscuro cuando abrí los ojos. Las sábanas se habían pegado a mi cuerpo por el sudor que lo perlaba mientras la manta yacía en el suelo hecha jirones. No tenía pruebas de que hubiera sido yo la que, presa del pánico, la hubiera atacado hasta echarla de la cama. Tampoco dudas. No sería la primera vez y estaba segura de que, por desgracia, no sería la última. Al menos esta vez no había gritado, o eso esperaba. Llevaba tanto tiempo diciéndole a mi madre que las pesadillas habían desaparecido que no quería inventarme una excusa que me obligara a mentirle de nuevo. La idea de que Dylan y Adam me escucharan llorar y ahogar gritos de angustia tampoco era algo que me hiciera mucha gracia. No podía hacerle eso a ellos también, la incomodidad de mamá era suficiente. Su preocupación una mano en mi garganta que no deseaba sentir. 

El agua sobre mi piel actuó de calmante natural. La respiración se reguló y los golpes contra la caja toráxica desaparecieron paulatinamente. El grifo amortiguó la serenata nocturna de los grillos, silenciando el murmullo del viento. Agradecí la ausencia de sonido, se asimilaba a desaparecer. En ese momento, no me pareció mala idea. No fui capaz de mirar mi reflejo en el espejo. No había nada nuevo que ver y muchas cosas que deseaba olvidar. Si los ojos son la ventana del alma, la mía debía mantenerse cerrada. 

—No funciona. 

¿Pero qué..? Enfoqué la mirada, buscando la nota discordante en la soledad de mi habitación. El pelo aún goteaba húmedo por mi espalda cuando lo vi tumbado en mi cama con los brazos detrás de la cabeza y los ojos cerrados dirección al cielo que no podía ver. Un escalofrío vibró en mis huesos. No tenía paciencia para Dylan. No podía lidiar con su pelo revuelto y su lengua viperina. Su pasatiempo preferido era sacarme de quicio y ahora no había nada que sacar. 

Resoplé rodando los ojos. Dejé caer la ropa en el cesto de la colada, obviando su presencia. Tenía la esperanza de que captara la indirecta. Cualquier persona lo habría hecho, pero el moreno no era cualquier persona. Aunque sus músculos seguían en tensión, su expresión tranquila no ayudaba descifrar los pensamientos que cruzaban su mente. 

—¿Qué quieres, Dylan? 

Debió escuchar la súplica en mi voz, el cansancio encadenado a las palabras. La decadencia en mi discurso. Sus ojos se abrieron perezosos, casi como si estuviera luchando por lo mirarme sin poder evitarlo. No recorrió mi cuerpo, como de costumbre. En su lugar, se asomó a la ventana que quería mantener cerrada y la abrió como si le perteneciera. En ese momento me sentí desnuda. Dylan me desnudó el alma, se adentró en la oscuridad que me había empeñado en mantener cautiva y se acomodó entre las sombras que nublaban mi visión. 

—Ahogar los pensamientos —aclaró con cuidado—. No funciona. 

¿Cómo lo sabía? ¿Había escuchado mis gritos? ¿Mis pesadillas habrían logrado atravesar su puerta y colarse en su mente? 

—Gracias por la magistral clase de afrontamiento emocional. ¿Algo más? Estoy cansada. 

Estaba exhausta. No podía, no quería lidiar con nada, con él. Estaba con los muros a punto de caer y no quería derrumbarme en sus inmediaciones. La imagen de mi padre seguía tan fresca que si me concentraba lo podía ver en el suelo de mi habitación, en el baño, en la cocina. El cuerpo inerte se enfriaba con cada segundo que pasaba y el hielo calaba hasta hacerme temblar sin razón aparente. Tuve que abrazarme para calmar el temblor.

—Ven —Su súplica necesitada fue un susurro enmascarado de orden. Lo conocía lo suficiente como para saber que había más palabras agolpadas en su paladar. Ninguna encontró su camino a la superficie. 

—¿Incendiaste la habitación y te quedaste sin cama o solo son ganas de fastidiar? 

—Mi cama está en perfecto estado, Kala. 

No sé qué fue lo que me animó a hacerle caso. Su sinceridad me lo dijo todo. Sus ojos me lo gritaron. Todo él me lo susurró bajito cuando me acerqué lo suficiente como para escucharlo. La distancia entre los dos comenzó a descender hasta que la piel de mi brazo rozó la suave tela del pijama que se había puesto. No quería pensar en ese gesto. Había pasado suficientes noches conviviendo con él como para saber que dormía con un fino pantalón y nada más. Las camisetas abandonaban su pecho cuando llegaba a la intimidad de su cuarto. Pero me obligué a no pensar en la comprensión de sus ojos o en la veneración de sus actos. El mundo daba demasiadas vueltas como para detenerme un segundo a disfrutar de esos pequeños detalles. 




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