Tú, yo y otros imposibles

31. Una caseta diminuta.

DYLAN

 

—¿Podemos parar para tomarnos una granizada? —Su sonrisa brilla reflejada en el retrovisor.

Thony desvía la atención del móvil por un segundo. Desde que empezó a mensajearse con Anya parece que vive colgado de ese puto aparato. Sus ojos viajan hasta los míos para saber si estamos pensando lo mismo.

¿Le damos un poco de su propia medicina?

La duda ofende, hermano.

—No sé, rubia. Si paramos cinco minutos no nos dará tiempo a montar las casetas antes de medio día.

—La comida se retrasará, y claro, el paseo que teníamos pensado terminará muy tarde —continúo con el repertorio que hemos escuchado tanto que nos lo hemos aprendido de memoria.

—¿¡Y qué pasa con el atardecer!? —El moreno abre los ojos, escandalizado— ¿Dónde lo veremos si al terminar ya habrá anochecido?

—Estás rompiendo nuestro planning —entonamos al unísono rompiendo en una carcajada que contrasta con el fuego de los ojos de la rubia. Creo que aún no ha decidido si nos odia o nos quiere.

—Son idiotas —resopla ocultando una sonrisa que es demasiado tarde para esconder—. Pero, en serio, para.  Necesito ir al baño.

—Estamos a un par de kilómetros de una gasolinera, no tardaremos mucho, bruja.

Asiente conforme antes de volver a perder la mirada por el cristal. El paisaje urbano desapareció por completo hace más de quince minutos, ahora el verde pinta las llanuras y rebosa por pequeñas cimas que pronto se convertirán en escarpados acantilados de roca.

Julia sonríe y el sol parece brillar más dentro del coche que en el exterior. Me encanta verla tranquila después de todo lo que ha pasado. Sé que se empeña en estar bien, pero la muerte de Andrew, su abuelo, le ha afectado más de lo que nos deja ver. Aunque sus sonrisas siguen siendo radiantes, algo ha cambiado en sus ojos. El azul que antes parecía un mar en calma, ahora es un océano turbulento. Sé lo que es eso. Lo sé perfectamente. Es lo que más me preocupa.

Las veces que he intentado hablar con ella se ha cerrado en banda. Lo peor de todo es que no ha explotado. En el funeral soltó algunas lágrimas, al igual que aquella noche que pasamos en el hospital. Ni una sola gota más. Nada. Necesito que se rompa en pedazos antes de volver a reconstruirse. Tiene que pasar el duelo, debe dejar que duela o el dolor la romperá a ella.

Mis ojos se detienen más de lo recomendable en su reflejo en el retrovisor. Pierdo tanto de vista la carretera que si no fuera todo en línea recta, estoy seguro de que nos habríamos salido del carril. Claro que la otra opción es incluso peor.

El coche verde militar va justo delante. Es increíble lo poderosa que puede ser la imaginación del ser humano, porque aún con los cristales tintados parece que puedo a Kala sonriéndole a Jason como antes me sonreía a mí. Ni siquiera tengo que forzar la vista para ver al detalle la mano del moreno en su muslo o el hambre con el que la miraba antes de subir al coche. No hace falta ser William Sidis para saber que algo ha pasado entre ellos.

—El volante no tiene culpa, hermano.

No me había dado cuenta de los nudillos blancos que adornaban mis manos aferradas al volante hasta que el susurro de Thony me atravesó con una advertencia silenciosa.

Ya habíamos hablado del tema. Unir a Kala y a Julia en un mismo espacio durante tres días era sinónimo de echar gasolina a las ascuas y rezar por que no ardieran. Mi mejor amigo me había dejado clara su posición: no quería que ninguno de nosotros saliera herido. Cuando se trataba de Julia, la vena protectora que se hinchaba no sólo era la mía.

Tardamos al rededor de una hora más en llegar a Three Rivers. Los edificios, ruido de los coches y contaminación desaparecieron hasta abrirse en una vasta llanura salpicada con rocas, arbustos bajos y alguno que otro árbol. Se escucha el sonido del agua de los arroyos silenciando el cantar de los pájaros madrugadores que vuelan de un lado para otro. Es precioso. Sobre todo, cuando nos adentramos en la zona más boscosa. La sombra de los altos árboles trae consigo una brisa fresca que alivia los músculos y la quemazón de la piel. 

—¡Justo aquí a la derecha! —indica la rubia desde atrás señalando un cartel que msrca la zona de acampada en la que hemos pedido permiso para quedarnos. 

Entramos en una amplia llanura con barbacoas de piedra y un par de casetas de madera señalizadas como baños. La tierra rojiza está manchada de múltiples casetas de campaña de colores a las que pronto nos uniremos. Aparco lo más cerca posible de la zona de acampada y dejo que Julia se encargue de hablar con el señor de pelo cano que se acerca con una sonrisa a ver nuestro permiso y comprobar que todo esté en regla. 

Un borrón verde militar estaciona cerca de mí y la risa de Kala me golpea con fuerza. Cualquiera diría que está viendo una comedia en el sofá de casa. Como la semana pasada. Como cuando mis brazos estaban al rededor de su cintura y su mejillas completamente relajada contra mi pecho. Sus bucles desordenados acariciaban mi piel desnuda haciéndome cosquilla mientras su risa resonaba en mis huesos. Joder, enana. Es que no te puedo sacar de la puta cabeza. 

Niego apartando las imágenes. Tengo los brazos llenos. Una mochila a la espalda, la de Julia colgando de un hombro, Isan con las dos casetas, una mochila y su saco de dormir. Y Julia se acerca dando saltitos con una sonrisa que capta la atención de todos los presentes. 

—Y a mí que no se me queda esa sonrisa de infarto ni con un buen polvo, chica. Dime el secreto — Alex, el chico de pelo de unicornio es el primero en preguntar. 

Cada vez que lo veo tiene el pelo de un color diferente, pero no se desvía demasiado de los rosas y morados. Ahora lo lleva de un fucsia chillón que podría verse desde kilómetros de distancia. No creo que tengamos problema para encontrarlo si se pierde entre las secuoyas. 




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