Tus últimos seis días

✦ Capítulo Uno — El palacio de cristal ✦

Érase una vez, en un reino tan alto que parecía rozar el cielo, un palacio de torres celestes y cúpulas doradas. El sol brillaba con más fuerza allí, decían los pueblerinos, y las flores que rodeaban la gran muralla —hydrangeas azules como cristales encantados— jamás perdían su color, ni siquiera en invierno.

Ese era el Reino de Lierhart, la joya entre reinos, gobernado por una familia real que presumía tres cosas: poder, pureza… y una belleza que parecía casi divina.

En lo más alto del palacio vivía el joven príncipe Elijah, nacido en la medianoche de un primero de noviembre, durante una celebración cargada de magia, vino y secretos. Su cabello era blanco como la nieve fresca, y sus ojos, de un morado intenso, como amatistas talladas a mano. Las doncellas lo llamaban El Sol de Medianoche, y las princesas extranjeras cruzaban montañas solo por verlo sonreír.

Y él… lo sabía.

Caminaba con paso lento, medido, como si el suelo no se atreviera a tocarlo. En los banquetes, fingía dulzura y nobleza, pero cuando nadie miraba, su sonrisa desaparecía. La misma boca que recitaba versos a las damas era la que escupía órdenes ásperas a los sirvientes. Maldecía si su copa no tenía la temperatura perfecta, humillaba si su armadura no brillaba como el oro. Era el príncipe soñado para el pueblo, pero una tormenta para los que vivían dentro de esos muros.

Pocos sabían que no era hijo único.

Bajo el mismo techo, pero muy por debajo de él, vivía otra criatura de cabello blanco y ojos morados: Eloís

Ella no tenía jardín, ni coronas, ni vestidos hechos por las manos más finas. Su mundo estaba escondido, bajo las piedras del palacio, en una antigua cámara de piedra que una vez usaron para ocultar oro robado a otros reinos. Las paredes aún olían a secreto y traición. No había ventanas. Solo una pequeña antorcha que chispeaba como si temiera quedarse sola.

Allí vivía Eloís.

Allí crecía, invisible.

Desde que nació, fue encerrada para proteger la “pureza” del linaje. Porque un solo heredero era la profecía. Un solo hijo era el trato con la bruja. Y Eloís… era una grieta en el destino.

Solo le permitían salir de noche, cuando el palacio dormía. Caminaba en silencio por los pasillos dorados, con una condición impuesta desde niña: si alguien la descubría, debía mentir. Decir que era una sirvienta. Una pueblerina. Nadie debía saber que el reino tenía una princesa.

Pero aunque la encerraron, nunca pudieron robarle su alma.

Eloís amaba la pintura. Con cada brocha mojada en tinta negra, dibujaba los sueños que no podía vivir. Y también amaba los caballos. Los visitaba en secreto en las noches, les hablaba como si fueran humanos, como si fueran amigos.

A veces, se preguntaba cómo sería el mundo fuera del palacio. A veces, deseaba ser libre.

Y otras veces…

solo quería que Elijah desapareciera.

Porque su hermano, el “Sol de Medianoche”, jamás bajó a verla.

Jamás preguntó por ella.

Jamás le dijo “hermana”.

Y mientras el pueblo se rendía ante su nombre, Eloís aprendía a caminar entre sombras.

Esperando.

Esperando el momento en que todo brillara… solo para que ella pudiera apagarlo.




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